Enero empezó en Fez, en una casa con una chimenea transformada en bodega y
un sofá rojo largo como una piscina. Allí estaban viviendo mi hermana Carmen y
Javi en su exilio temporal, beca mediante. Mientras él estudiaba documentos
sobre las batallas del profeta Mahoma, mi hermana memorizaba su oposición
envuelta en un albornoz polar a juego con el sofá. Por su casa pasaron en nueve
meses más de 40 personas. Vimos Meknes, su mercado de carnes colgadas en
ganchos y mosaicos de especias, visitamos las ruinas romanas de Volubilis,
tomamos zumo de naranja en una plaza con vendedores de dientes y corros de
niños, regateamos a un vendedor de alfombras y nos subimos en un taxi que conducía en sentido contrario.
El 5 de febrero Io me llevó a cenar a un restaurante justo encima de la
esquina donde nos habíamos despedido nuestra primera noche. Entre plato y
plato, sacó una cajita con un anillo y me preguntó que si me quería
casar con él, aunque ya sabía la respuesta. Le había dicho que sí algunas
semanas antes, en una taberna de Rascafría, con un palillo de madera convertido
en anillo triangular, justo después de visitar un escenario de bodas. Habíamos
empezado a organizar ese momento antes de proposiciones y anillos porque el
romanticismo no está reñido con el pragmatismo. Al día siguiente cumplí 30 años
y lo celebré en el Café Belén, entre mesas de mármol cubiertas de bocadillos de
Rodilla. En mitad de la noche anunciamos a tarta y platillo que nos casábamos,
porque el amor a veces necesita testigos que lo hagan inolvidable. Febrero
terminó con un viaje a Logroño con Joaquín, Isa y Nimo. Nos bebimos todo el
Rioja de la calle Laurel, fuimos a un karaoke de mala fama y dormimos en una
casa de los años 70 con un bizcocho solitario en la cocina. Nos curamos la
resaca con una cata de vinos, nos perdimos en carreteras secundarias en las que vimos faros y paramos a tocar la única nieve que ví en todo
el año.
En marzo varios jefes de Estado decidieron cerrar las fronteras de Europa a
los refugiados y devolverlos a un supuesto país seguro, Turquía. En los
campamentos de Calais o de Idomeni los hombres se peleaban por un trozo de
madera para calentarse o se cosían la boca en señal de desesperación. Pero
aquellos que no tienen nada que perder siguen cruzando países enteros para
llegar a la tierra prometida que nunca cumple sus promesas. 5.000 personas han
muerto ahogadas en el Mediterráneo. Hay que sumar los cuerpos en el fondo del
mar. La guerra siria cumplió cinco años, pero los que tienen capacidad para
cambiar las cosas jugaron, de nuevo, la carta de la indiferencia. Tengo la
sensación de que los resortes de la indignación se activan por motivos cada vez
más peregrinos pero en verbalizar nuestro inconformismo de escaparate acaba
todo.
En abril vimos florecer los primeros cerezos del Valle del Jerte y
visitamos Granadilla, un pueblo abandonado por la construcción de un embalse
que nunca se levantó. Las casas de colores, vacías, como un parque de atracciones
en miniatura, despuntaban en mitad de un paisaje verde y mojado que no
esperábamos en Extremadura.
En mayo el enésimo ERE de El Mundo nos llevó a la huelga y a cerrar por
primera vez la edición impresa. Durante un día volvimos a creer en el poder de
la acción colectiva. Pero los periodistas somos tan nostálgicos que el presente
siempre nos pilla dormidos. Mientras seguíamos enzarzados en el debate entre el
periodismo gratis y el de pago, entre papel e internet, nos alcanzó otra
guerra, la que se libra entre la verdad y la manipulación, en la que la emoción
se impone a los hechos. Una batalla en la que el público desconfía de los
medios y sólo quiere leer contenidos que le reafirmen en sus opiniones.
En junio fui vocal de una mesa electoral. Al principio fue emocionante;
leímos las instrucciones de la democracia, organizamos nuestros roles, comimos
los churros que traían los del Partido Popular, disfruté pidiendo el DNI a
todos mis vecinos y aplaudí cuando nos entregaron nuestros 63 euros de dieta. La decepción empezó al leer en voz alta los votos y
comprobar que vivo en un barrio muy de derechas. Creo que el
desencanto se ha vuelto a apoderar de nosotros. A este país le había costado
años desatascar las tuberías de la corrupción, articular nuevos partidos,
transformar las plazas llenas en propuestas y en 2016 hemos vuelto a desconfiar
de todos los políticos.
Un día de julio fui al Juzgado de Paz de Benetusser (Valencia), para
publicar un edicto que informaba de nuestra boda por si algún vecino del
pueblo tenía algo que decir. Un pequeño inconveniente burocrático que a punto
estuvo de impedir que nos casáramos. En el Registro Civil, cuando me eché a
llorar por culpa de tanto papeleo inesperado, Io me cogíó del hombro y me
dijo: “Esto te pasa por casarte con uno de pueblo”.
En julio fuimos a
Menorca, sorteamos turistas por las callejuelas medievales de Ciudadela, nos
bañamos en sus calas transparentes y en sus atardeceres nocturnos. Uno de aquellos
días me llamaron del periódico para decirme que iban a reabrir la
corresponsalía de París “¿Te gustaría presentarte al puesto?” Todos tenemos un
sueño pendiente. Uno de los míos -algún otro es secreto- era éste. Por
ingenuidad, me tomé la propuesta como si fuera a hacer las maletas al día
siguiente, pero la intriga duró poco. El que cogió el avión fue Enric González,
ex corresponsal en casi todas las capitales de Occidente. Para consolarme
pienso que a veces sobrevaloramos los sueños de adolescencia guardados en
cajitas por las que no pasa el tiempo. Pero al crecer empezamos a valorar cosas que no están hechas de ideales, que se tocan y que echaría mucho
de menos si estuviera lejos.
En agosto subimos al norte. El sobrino de Io descubrió que en el Cantábrico
hay olas y que la leche sí le gustaba. Jugamos al basket, comimos sobaos, y nos
maravillamos con una chica bajita pero musculosa de 19 años que se llamaba
Simone Biles y que volaba. Ese mismo mes vimo a Omran, un niño
sirio cubierto de polvo, otro símbolo perecedero. El pequeño había permanecido
quieto durante un largo tiempo, a pesar de estar cubierto de sangre, hasta que
vio a sus padres. Entonces rompió a llorar.
Omran, 5 años. Aleppo Media Center. |
Los primeros días de septiembre fui a Lisboa por mi despedida de soltera,
con mis mejores amigas y mi hermana. Allí nos esperaba Aitor, portugués de
adopción, que hizo de maestro de ceremonias del viaje. Hablamos mucho, de
amor y de mujeres valientes sin complejos, fuimos a la playa y a un chiringuito
de bomberos voluntarios y comimos bacalao en todas sus variantes. Ester no pudo
venir y luego me contó la razón. Estaba embarazada. El primer bebé del grupo es
niño y viene de París, de verdad.
El 17 de septiembre nos casamos. Al llegar a la finca en Navalagamella y
ver a Io esperándome, a lo lejos, rodeado de todos nuestros amigos, comprendí
lo que estaba a punto de pasar. Mi madre - se le clavaban los tacones en el
césped y a mí me entraba la risa floja- me llevó del brazo hasta la ceremonia
mientras Carmen, David y sus hijos tocaban Smile. Luego dije “sí, claro” en
vez de “sí quiero”, nos dimos los anillos y firmamos un papel que es mucho más
que un papel, por mucho que digan. Si tuviera que elegir una imagen, sería
esta: los dos, con gafas de plástico rosa y collar hawaiano, bailando entre las
mesas del salón La vida es un carnaval. En los postres, mi hermana nos hizo
llorar con muy pocas palabras. Luego, mientras la banda iba tomando posiciones,
apareció Io por unas escaleras y tocó con ellos La vie en rose al trombón. Me
quedé boquiabierta mirándole muy de cerca. Le besé, hacía viento, todo el
mundo bailaba. A la mañana siguiente, como si el sueño se resistiera a
terminar, nos despertamos en una casa llena de jarrones con flores rosas y
amarillas y un ejército de golondrinas de papel. (Fue una boda de manualidades).
Entre finales de septiembre y principios de octubre descubrimos Japón.
Akio, un jubilado de 70 años que hablaba muy bien español nos enseñó Tokio un
día lluvioso, nos habló de la relación de los japoneses con la naturaleza, del
respeto hacia el otro, nos habló de su amor por
España y de cómo se había emocionado al ver la estatua de La Violetera en
Madrid. Nos llevó a comer y nos enseñó a coger los cuencos y los palillos, nos
hizo un montón de fotos al grito de “¡Dos modelos, dos modelos!” y nos hicimos
amigos. En Nikko vimos máquinas expendedoras en mitad de la nada, en Takayama
dormimos sobre un tatami y un caminante nos regaló papel de origami; en Kioto
nos sentimos como en una película de gángsters en Gion y nos perdimos en
una montaña llena de toris rojos como hilos de lava, visitamos el museo de
Hiroshima y comimos sushi, ostras y ramen por encima de nuestras posibilidades,
subimos a rascacielos y al desván de una casa de paja y volvimos idolatrando a
los japoneses: ordenados, eficientes, modernos,
serviciales. A la vuelta, en Madrid, seguíamos inclinando la
cabeza.
Fushimi Inari Taisha y Gion (Kioto). |
En octubre el PSOE se transformó en una obra de teatro del absurdo, con
papeles estelares de Pedro Sánchez el atormentado, Susana Díaz, la bruja
maléfica y Borrell como Pepito Grillo. Vimos Tarde para la ira y Sing Street y nos enganchamos a la serie de policías corruptos Line of
Duty. Fuimos a Cuenca para celebrar los 64 años de mi madre y dormimos en una
casa preciosa de Villar del Maestre, un pueblo diminuto en el que había chopos
amarillos y un señor quemando rastrojos.
En noviembre murió la madre de Isa. Nunca se sabe qué hacer para calmar un
dolor así. La abrazamos muy fuerte y nos obsesionamos por darle de comer como
si frente a una muerte injusta y prematura sólo se activaran nuestros
instintos, la pura supervivencia. Ella es delgadita pero es muy valiente y
aunque la tristeza no se apaga del todo, al final del año un chico (delgado y valiente)
le ha hecho recuperar la sonrisa. Y yo también sonrío porque es amigo mío y
se conocieron en mi boda. En Estados Unidos ganó las elecciones un millonario
que se vende como antisistema aunque es la encarnación de los peores vicios del
sistema. Donald Trump, misógino, racista y futuro presidente del país más
poderoso, representa el triunfo de la mentira (ahora llamada
post-verdad) y otro fracaso más de las encuestas y de todos los expertos y periodistas que anticiparon su derrota. Igual que ocurrió con el Brexit. En noviembre también
murió Leonard Cohen, el elegante hombre del sombrero, vital hasta el último
momento. Para mí, el verdadero merecedor del Premio Nobel de Literatura. Sus canciones,
que me descubrió mi padre, seguirán poniéndome la piel de gallina.
En diciembre fuimos al teatro y a un coro de gospel, leí los cuentos de Lucia Berlin y vi Paterson y María y los demás, historias de soñadores silenciosos y felices. En la ya clásica cena de pre-Navidad fuimos 13 y, aunque no creemos en las supersticiones, quemamos cada uno tres deseos en una olla, antes de jugar a adivinar películas. El núcleo Crespo-Zaragoza pasó por algunos malos momentos de salud pero estoy segura de que el nuevo año traerá (más horas) de luz. Como escribió Cohen: "Hay una grieta en todo, así es como entra la luz".