25/2/10

El olvido que seremos


Mario Vargas Llosa tiene la culpa de que este libro fuera a parar a mis manos. Hace varios días, releyendo EL PAIS a última hora, me llamó la atención un artículo, “La amistad y los libros”. En él, el escritor explica cómo a veces, tras leer una novela hermosa de esas cuyo recuerdo se instala en la memoria, siente la necesidad urgente de conocer al autor de esa historia. Dos son los libros con los que le ha pasado últimamente, comenta Vargas Llosa; uno, “Soldados de Salamina”; el otro, “El olvido que seremos”.

Coincidía del todo con la admiración a Javier Cercas y esa bella historia, diferente, sobre la Guerra Civil española, pero desconocía el segundo libro y su autor tampoco me decía nada. Al día siguiente, en un alto en el camino, me hice con él (en la librería sólo quedaban dos ejemplares).

“El Olvido que seremos”, escrito por Héctor Abad Faciolince, es un libro emocionante, tierno, valiente. El escritor, colombiano y obligado a huir de su tierra en más de una ocasión, cuenta la historia de su infancia, su familia y, sobre todo, su padre, también Héctor, asesinado por los paramilitares en 1987.

Página tras página descubrimos el inmenso amor hacia un padre y el grito desconsolado de un hijo que no ha podido, ni podrá, castigar a los culpables. Y cada una de las pequeñas historias que van llenando el recuerdo de una vida despiertan en nosotros una profunda admiración hacia quien ha logrado escribir una historia de lucha y de esperanza sin dejarse vencer por el vacío.

Capítulo a capítulo vamos conociendo al padre que ya no está: el amor por la música clásica y la lectura sosegada; la convicción de que la peor de las enfermedades de un país es la violencia; la lucha contra las desigualdades; la enseñanza de la medicina; la generosidad sin límites. Capítulo a capítulo vamos comprendiendo, también, cómo se forja nuestra identidad a partir de las marcas que van dejando en nosotros nuestros padres, como pequeños afluentes de un río eterno formado por el aprendizaje una generación a la siguiente, y la siguiente. Las palabras son gritos para detener el olvido, para dejar constancia de que nunca ganará quien aprieta el gatillo sino quien lucha y ha luchado.

Y a pesar de que, al acabar el libro, nos queda un sabor a rabia contenida entre los labios, comprendemos que la mejor defensa contra el terror es dejar huella del tiempo en que estuvieron aquellos que ya no están, de esos años tejidos con infinitos hilos de sueños, ilusión y vida.

Aquí, un extracto del libro (página 225)

Unos diez días después del crimen a mí me tocó ir a la morgue a reclamar la ropa y las pertenencias de mi papá. Me las entregaron en una bolsa de plástico y las llevé a su oficina en la carrera Chile. (….) Quemé toda la ropa, menos la camisa, que dejé que se secara al sol, con sus terribles manchas de sangre oscura. Guardé en secreto, durante muchos años, esa camisa ensangrentada, con unos grumos que se ennegrecieron y tostaron con el tiempo. No sé por qué la guardaba. Era como si yo la quisiera tener ahí como un aguijón que no me permitiera olvidar cada vez que mi conciencia se adormecía, como un acicate para la memoria, como una promesa de que tenía que vengar su muerte. Al escribir este libro la quemé también pues entendí que la única venganza, el único recuerdo, y también la única posibilidad de olvido y de perdón, consistía en contar lo que pasó, y nada más.

Y aquí, una interesante entrevista con el escritor

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