5/2/10

Cumpleaños

Cuando tenía un año descubrí el sabor de las fresas. Paseaba en un carrito gris y estiraba mucho el cuello porque era muy curiosa, aunque no llegué a investigar por qué la niña del cristal frente al que me ponían a comer era clavadita a mí.

Cuando estaba a punto de cumplir dos años nació una niña sonriente que no sabía dormir. Mis padres me preguntaron si la llamaban Rosa o Carmen, y yo fui incapaz de pronunciar la R.

Con tres años ya vivíamos en la calle Cartagena. Yo dibujaba casas, árboles torcidos y árboles con casas dentro. Aprendí a columpiarme y le di a los columpios el enigmático nombre de “unchos”. A los Reyes Magos les pedía un perro y polvos mágicos para poder volar pero Baltasar siempre me traía juegos y libros.

Cuando cumplí cuatro años empecé a contar cuentos rarísimos sobre pastores que resultaban ser pastoras, dragones y barcos multiculturales que naufragaban. También por esa época me regalaron el peluche más antiguo: un oso marrón oscuro, Manolo.

Con cinco años bauticé a todos los peluches de la casa, los dibujé en un papel con su nombre y mis padres enmarcaron la obra maestra. También me asaltó el astigmatismo y me pusieron gafas. En esa misma época luchamos contra mi ojo vago. Mis padres me disfrazaron de pirata y llenaron varios álbumes con la niña del parche.

Cuando cumplí seis años ya estaba en mi segundo colegio, el "Ciudad de Roma". Allí hice mis primeros mejores amigos y mis profesores descubrieron que “aunque encontrara la solución, siempre llegaba por el camino complicado”. En la cola del comedor una niña me clavó la uña del pulgar con tanta saña que todavía tengo la marca, una media luna debajo de los nudillos. Dejé de creer en los Reyes Magos y, como evidentemente me estaba haciendo adulta, durante el recreo organizaba bodas multitudinarias en el patio del colegio.

Con siete años empecé a odiar las clases de piano. Por la misma época mis padres empezaban a olerse que las actividades extraescolares no eran lo nuestro y los deportes, menos. Mi hermana y yo tuvimos una breve pero intensa relación con el flamenco, llegando incluso a actuar en la Casa de Vacas del Retiro. Durante las sevillanas, encandilábamos al público con nuestra sonrisa. Sin embargo, entre bambalinas nos lamentábamos de que con el pelo tan corto no podíamos hacernos moños con peineta. Creo que fue más o menos entonces cuando nos negamos a que mi madre siguiera cortándonos el pelo al estilo Beatle.

Con ocho años me subí en un avión por primera vez. Ibamos a un pais extraño, de nombre complicadísimo. Mi hermana y yo nos quejamos y lloramos. “¿Y qué vamos a decir?”, preguntábamos, muertas de miedo, a mis padres.

Cuando tenía nueve años iba a una clase de diez alumnos en un colegio de quince nacionalidades. Odiaba a mi profesor porque sistemáticamente me ponía de ejemplo para todo y por eso me gané el odio de mis compañeros de clase, aunque afortunadamente, con el tiempo se les pasó. Con esa edad aprendí un poco de francés. En invierno hacía muñecos de nieve y me escurría por las calles heladas. Los domingos ibamos a una misa en español porque allí nos reuníamos todos los españoles de Luxemburgo y después de la Biblia organizábamos un festín. Todavía no me había planteado cuestiones más profundas sobre la fe. Luego íbamos a casa de una amiga a ver por tercera o cuarta vez “Bailando bajo la lluvia” o “My Fair Lady” mientras comíamos guarrerías. Mi madre le declaró la guerra a las guarrerías. Siempre hemos mirado embelesadas los armarios llenos de Chocapic, Cola Cao y Galletas Príncipe de nuestros amigos.

Cuando tenía diez años fui a esquiar por primera y única vez en mi vida. Desde la cintura a los pies mi cuerpo adquirió un tono morado verdoso por la suma de quinientos moratones. En ese mismo viaje , me puse tan enferma que no podía hablar, no podía emitir ningún sonido.

A los once años, más o menos, mis amigas y yo nos percatamos de lo interesante que podía ser el sexo opuesto. El momento más comentado de cumpleaños y celebraciones diversas era aquel en el que sonaba una canción “lenta”. Dependiendo de qué chico te pidiera bailar podía ser el día más maravilloso de toda tu vida o el más horrible.

A los doce años tuve mi primer encontronazo con la física. Me hice rebelde y me corté el pelo como un chico. Yo ignoraba que la mezcla del pelo corto, gafas y aparato podía resultar catastrófica. También creí que me enamoraba por primera vez, se enteró todo el colegio y no fue correspondido. En aquel momento, quizá algo antes, me obsesioné con los diarios, que llenaba de tonterías, recortes, pegatinas y dibujos. Empecé muchos y no acabé ninguno. Todavía los guardo.

Un año después nos fuimos. Las fotos de la fiesta de despedida están manchadas de un color amarillento, como si ya anunciaran la tristeza de los cambios. Los muebles fueron saliendo por las ventanas, de ahí a un camión y lentamente, kilómetro a kilómetro, hasta Madrid.

Con catorce años empecé a acostumbrarme a mi nuevo colegio, el Liceo Francés. Allí conocí a dos amigas que hoy son tan importantes que ni ellas se lo imaginan. Allí descubrí que no se me daba del todo mal escribir. Aprendí mucho francés, desistí de mi sueño de ser atleta, comprendí el significado de la palabra disciplina, tuve las primeras grandes discusiones sobre el futuro, lo que está bien y lo que está mal, las drogas y el amor y me inicié en el complicado mundo de los gustos musicales. Veneraba a los Red Hot Chili Peppers, Oasis y Kurt Cobain. Era tremendamente ingenua aunque creía saberlo todo.

Cuando tenía quince años mi padre me regaló una poesía preciosa que recordaba cada uno de mis cumpleaños. Durante ese verano en Santander me reencontré con un gran amigo y también creí, de nuevo, estar enamorada, de un chico muy gracioso de orejas grandes y nombre peculiar.

A los dieciséis volví a cambiarme de colegio. Más concretamente, Bachillerato Internacional en el Ramiro de Maeztu, modalidad científico técnica. Los "raritos del BI". Diez chicas y tres chicos en el aula de la esquina del tercer piso de un edificio que se quedaba helado en invierno. El viaje a Praga y Budapest, las agendas llenas de comentarios, "Cien años de soledad" y Neruda, el futuro que aprieta, el beso en aquel puente, los primeros estragos del alcohol, los primeros poemas, Internet y el Messenger, la música, las manifestaciones contra la LOE y contra la guerra, el miedo, los exámenes, las grandes amigas, las discusiones políticas y las grandes palabras que creíamos llenas y estaban vacías….los diecisiete.

A los dieciocho años, al final del mes de abril, un día todo dejó de tener sentido. Mi casa se llenó de gente pero estaba vacía y todavía lo está. Desde entonces hasta ahora constantemente me hago una pregunta aunque sé que nunca nadie tendrá una respuesta. Y mientras pasaban los días, también acababa el instituto. La temida selectividad que a mi no me daba miedo. Nada me lo ha dado desde que tengo dieciocho años.

A los diecinueve años llevaba algunos meses en la Universidad. Ya sabéis qué escogí. Tenía dudas, muchas dudas. Ese verano vimos la Alhambra y nos quemamos la piel. Días después un chico al que había conocido años antes en Inglaterra (una gaviota con sentido del humor y patinaje sobre hielo) se coló en mi vida. En algún momento de ese verano me enamoré. Cartas en la distancia, frases, palabras, todo era nuevo.

A los veinte años la herida de los dieciocho seguía en carne viva aunque nadie parecía darse cuenta. Con veinte años me fui a Paris, la ciudad más bonita del mundo. Fue uno de los mejores años de mi vida. Recuperé el sabor de las letras francesas, pasee sin cesar por sus calles, su río, su luz. Conocí a mucha gente, bebí demasiado, leí un poco, y de nuevo, empecé a escribir. Allí cumplí veintiún años casi sin darme cuenta, en la habitación 305 de la Residencia de Nanterre.

Con veintidós años voté por segunda vez y volví a preguntarme qué sentido tenía hacerlo si nadie confía en nada. Decidí que quería intentar ser periodista, para alegría de unos y tristeza de otros. En julio recorrimos los confines del mundo en varios trenes, ferrys y algún avión. Con mochilas gigantes vimos amanecer en Corfu, la Fontana de Trevi y las mezquitas de Estambul.

Con veintitrés años supe que había demasiadas cosas que no entendía y sentí que crecía sin poder evitarlo. Que el futuro estaba agarrándome del cuello y yo estaba agarrada a un sueño. El amor resultó ser una cosa diferente de la que yo siempre había creído. Volví a llorar después de varios años. Luego entendí que lo que realmente importa es esa persona, no lo que te una a ella. Pasaron los días mientras acechaban las dudas, los recuerdos. En el verano la realidad me dijo al oído que lo intentara, que el periodismo estaba al alcance de mis dedos. Fue un verano de alegrías, conciertos, historias, noches en vela. Los meses como días.

Y mañana…mañana cumplo veinticuatro.

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1 comentario:

Unknown dijo...

Mañana (que ya es hoy) cumples 24 años, y yo lejos, sin poder tirarte de las orejillas…
El instituto, selectividad, inicio y casi fin de la universidad: toda una carrera, o varias.
Los raritos del BI, Praga y Budapest, un laaargo Interrail Mediterráneo… Veranos en Denia y paella.
Noches de Party&Co o SingStar en Cartagena. Mojitos. Quique González… Canciones que tuvieron sentido, y dejaron de tenerlo… y los nuevos cantantes que de vez en cuando nos presentas.
Nocheviejas bien regadas y que solo en contadas ocasiones han terminado en chocolate con churros. Otras noches (no viejas) que han terminado bien, o según se mire, mal… Noches perdidas por Huertas, a golpe de chupito rrpp. Cenas en Vips y Diablito’s. Tartas y cafés vespertinos. Compras, zapatos, cines y cañas.
Momentos buenos y malos, a veces sola y a veces en compañía. Gente que va y que viene. Otros que estamos siempre ahí, aunque a veces no se note.
Cumpleaños, tarjetas de febrero y marzo firmadas en abril y junio. Fiestas de despedidas y reencuentros. Erasmus, visitas… y siempre sabios consejos, una mano amiga, comprensión y cercanía. Sólo un abrazo.
…y lo que queda por llegar. Nos faltan aún muchos cumples, muchos mojitos, muchos cánticos desentonados y entusiastas, risas flojas porque sí, viajes, cenas, charlas, cines, paseos, fotos, exposiciones.
Mañana, que ya es hoy, tienes 24 años, y otro párrafo que añadir.