29/12/12

2012, Hallelujah


El año empezó con trozos de papel ardiendo en una cazuela y nosotros, los de siempre, brindando encima del calor de los deseos negros. Horas después mi lengua se abrazó a la de un viajero de océanos,  que me sacaba algunos años y más de una cabeza. Volvimos a vernos en las calles de siempre –la noche empedrada que empieza en Pez y acaba en Barco-. Hablamos del pasado sujetando los trozos moribundos del presente, de la música en blanco y negro y la que huele a mar, de los libros que nos hicieron sanar y sangrar, de esa manía de estar a punto de salir corriendo en cada entreacto. 

La primera semana de febrero soplé 26 velas de una tarta líquida sujetándome una sábana (mal)atada al pecho, porque aquella noche era Hipatia, filósofa de las estrellas en Alejandría. En el salón bebían cerveza Leonardo Da Vinci y Rosa Parks - sonrisa blanca sobre fondo pastoso negro-, Jesús Gil picoteaba tortilla a la vera de Marie Curie y hasta Isabel Pantoja se dejó caer, cantando coplas y dientes largos. Aquel día nos disfrazamos de revolucionarios y mafiosos, pero del otro lado del cristal no hay caretas, y los segundos –Camps, Dívar, Díaz Ferrán, Urdangarín, siga la serie-llenan sus guaridas de billetes ante un ejército de testigos cansados de esperar una revolución que nunca llega.

El 29 de marzo hice huelga, aunque algunos días bordo el papel de fantasma. Por la tarde llenamos las calles, desde Colón hasta la puerta de Sol, auténtica parada de los monstruos. Allí van a beber los hombres que venden oro y los que recuerdan que existe Palestina y tantas otras guerras olvidadas. Y los padres divorciados, algún que otro peluche con las cuencas de los ojos vacías, la marea blanca, la marea verde y la marcha negra de los mineros. Y los desahuciados  y los que arrastran bolsas sin escuchar nunca nada, y los despedidos de Telemadrid y El País y los desesperados anónimos, buscando una causa a la que agarrarse entre tanta consecuencia (¿o se dice sentencia?)



Un viernes cualquiera el Consejo de Ministros anunció el mayor ajuste de la historia de la democracia. ¿Cómo no iban a sacar pecho por inaugurar la temporada de estocadas letales? Entonces aprendimos a ver detrás de las palabras. Los reajustes sustituyeron a los recortes y a los despidos y la apertura de línea de crédito al rescate.  Pero este barco se hunde y el capitán, hombros levantados, sólo dice: No quería huir, me caí en una barca.   

En abril compré un billete de avión a Nueva York y toqué, por fin, ese sueño que cantó Sinatra, Allen, Lorca y todos los reyes sin palacios. No se si todo es posible en esa ciudad de escamas amarillas entre rascacielos, pero para mí fue una especie de salvación. Una prueba de que siempre hay un sitio más lejano al que mirar. Una dulce borrachera de imágenes. Un cuadro donde bañarse, de puentes, colores y cine hecho carne. Un regalo.

Mayo no hizo ruido hasta el día 12. Se cumplía un año desde que tomaron tomamos las plazas  y siempre me gustaron las celebraciones a todo megáfono. Aquellos días me desatasqué el cerebro intentando convencer a mis amigos de por qué tenían que salir a la calle, pero las portadas (en especial el showman  Marhuenda) y el poder se sacudieron el bulto. ¿Cuántas veces hay que gritar para que te escuche un sordo?


En junio abandoné temporalmente la sección de Suplementos para cubrir una baja en Internacional. Disfruté mucho y volví a recordar que el periodismo es emocionante y, sobre todo, necesario. Hablé con Khaled, que había sobrevivido a la matanza de Breivik. Me contó-sólo a mi se me ahogaban las preguntas-que había caído encima del cuerpo de 19 años de su hermano muerto. Alguna vez me dejaron escribir sobre otras cosas y me perdí un poco en el exhibicionismo.

Las otras noches de aquellos días de piel desnuda y calor bailé en Aranda del Duero, y me compré algún vestido nuevo. Esquivé hogueras en San Juan con grandes amigos al grito de ¡Señoras! Me perdí entre teletipos y cifras de muertos en la guerra de Siria. Ví delfines cerca del Sardinero, vi a mi abuela cumplir 94 años.  

 

En septiembre me independicé. Monté una mesa, una estantería, y un sofá sin cojines. Me sentí mayor y poderosa. Y más pobre, también. En octubre llegó Blanca con kilos de ropa y sus brazos pequeños siempre abiertos para mí. Ese mismo mes mi madre se jubiló con saltos de alegría y fuimos, las tres, a ver a un poeta llamado Cohen. No olvidaremos aquellas cuatro horas en las que un viejito de casi ochenta años se quitó el sombrero para gritarnos Carpe Diem, ¡Joder! Días después llegó Sandra, con kilos de discos de los Beatles y leche de soja. Desde entonces nuestra casa es el cuartel general de las conspiraciones y los sueños. Entre canónigos y yogures de fresa planeamos cómo aniquilar a los despótas y conquistar a los chicos difíciles (tímidos, guapos y estrellas de rock, en ese orden). Y elaboramos complicadísimas teorías filosóficas a partir de un comentario en Facebook, y compartimos secador, y café en las mañanas más lentas.

La fiesta de inauguración fue en noviembre, mes de la segunda huelga general en un año (y ni por esas bajan a ver qué aspecto tiene el cabreo acumulado de la gente). This land is your land, decía la invitación al nuevo hogar. Había tarta y tortilla y unas quinientas latas de cerveza. Al cabo de los días apareció, por cierto, una braga huérfana. La estudiamos con un poco de asco y mucha minucia, como si fuera la prueba de un crimen pasional. Acabamos tirándola a la basura y nadie ha resuelto el misterio, por ahora. Viajé a París a ver a Ester, una más de los talentos que se escapan de España. Una noche, sentadas en su pequeño piso de paredes vacías, en Republique, comprendí que tardaría muchos años en volver y que nos han obligado a tolerar las injusticias. Pero ella es fuerte y más lista que el hambre y el hilo que nos une, aunque a veces se enrede, nunca se corta. 

Esta nueva vida estuvo a punto de alumbrar una historia de amor que deja huella. Empezó con una confesión en un bar, luego canciones compartidas y besos -me temblaba este hueso, y éste, y también éste, y quería arrastrarte a mi cama- en una cocina casi a la hora del desayuno. Entre cuentos, playas de otoño y cartas desveladas quise quererle, pero él decidió seguir huyendo. No sabe que es capaz de abrir nuevos caminos en desiertos, espero que en su exilio del norte lo descubra. Uno de mis mejores amigos me dijo después algunas frases que se clavan, como que me esforzaba, sufriendo, demasiado, en buscar un amor que me han contado.  Creo que sólo quería protegerme, a mi se me olvida a veces. 

Estos últimos días la indignación se va haciendo marea, de todos los colores, a punto de engullirnos. Volví a Suplementos, a la rutina de las llamadas telefónicas y los recados rocambolescos. Aquello es una cueva en la que apenas hay luz (llámenlo creatividad) habitada por personas excepcionales. Valientes, como la letra u, luchadoras, como mi ex-pelirroja que también quiere largarse a una ciudad con viento, y divertidos, como el chico que imagina duchas de zumo de naranja en vez de agua

Me da vértigo pensar en el año que empieza. Un año es una eternidad con forma de horizonte. Tengo, como siempre, una lista de (des)propósitos que nunca ,  a última hora, cumpliré. Pero si me tengo que quedar con un deseo, si las lámparas todavía abrigan genios, ojalá  todo estalle de una vez por los aires. Tal vez cuando hayamos borrado este olor a idea carcomida podremos construir algo nuevo, algo -más grande que nuestro cuerpo, más pequeño que este país ingobernable- de lo que sentirnos orgullosos. 

21/12/12

Ésto no es el Apocalipsis


Me da igual que se acabe el mundo. Me río de las profecías agoreras de los mayas sorbiéndonos el seso,  porque podemos palmarla cualquier día. Sólo hay una diferencia. Si se acaba el mundo, morimos todos a la vez. Millones de almas, blancas, negras y corruptas, convertidas en ceniza a las once de la mañana. Devorados por enormes perros con mandíbulas de tiburón. Ahogados en un mar contaminado de edulcorante y leche de soja. Sepultados por un dominó de edificios vacíos de hormigón.  Quizás –en mi guión-, quedándonos dormidos en una hilera de camas a lo largo de un horizonte salado, o lanzando contenedores de plástico en llamas contra asesinos sin nombre. Joder, una muerte así sería heroica. Memorable. La muerte dramática con la que todo el mundo sueña, ya lo avisó Nacho Vegas. 

Lo que aterra, lo que de verdad da miedo es morirnos solos. Sin avisar, sin despedirte, sin nadie que te abrace. Absolutamente solos. Y por eso, sólo por eso, cada día debería ser una oportunidad para hacer algo, por pequeño que sea, que merezca la pena. Algo que brille aunque ahí fuera sólo haya señales del maldito Apocalipsis.

Summer Rain. Lukas Kozmus

20/11/12

Carta (III)

Cuando pasen dos semanas olvidaré el sabor de tu cuello
a las seis de la mañana
-testigo fue este suelo sin huellas, un rótulo fundido y un grupo de sonámbulos rebeldes-
 y la humedad de tus labios calientes que se rinden a mí
dulces como las sábanas
que alumbran vida y llanto
ágiles como los animales rotos que vuelven
a cazar

Cuando pasen dos meses olvidaré tus palabras
bailando en una noria azul más alta que la luna y tus delirios
escritos en letras tan pequeñas que ni siquiera tú, en la melancolía, podrás leer
y tus sueños de espuma de mar y árboles lejanos
y tu mirada triste
tu pelo negro
tu vida gritando debajo de ti

Cuando pasen dos años olvidaré todas las cartas que te escribí
y seremos dos páginas seguidas en un libro,
no volveremos a tocarnos hasta que se cierre.

¿Me entiendes? El único veneno es el tiempo

Josef Koudelka, 1968, Praga




18/11/12

Carta (II)

No es aquí donde nace el deseo que te ciega, que abre
pequeños círculos rojos en mitad de la muerte
lenguas hambrientas de sexo
noches negras punteadas de estrellas.

No es aquí.
Agarro el instante, mi reflejo en un vidrio que corta.
No es aquí
Devoro el aire huérfano sin poder darle techo.
No es aquí
Desgarro besos vírgenes para hacerlos eternos.
No es aquí

Tengo un nido de pájaro guardado en las costillas
Es aquí

Pierre Jahan (1909-2003)

25/10/12

Llamas silenciosas

La sal me lava la piel centímetro a centímetro. No hay casi gente. Un niño que quiere ser jinete marino, dos señoras despedazando la réplica letal de una amiga orgullosa y, más allá, un turista abrigado haciendo fotos a la espuma del mar. Tengo la boca seca y miro el reloj cada vez que una nube se atreve a dar pasos en el cielo. Y entonces, cuando he pensado cinco diálogos diferentes y seis finales trágicos, te veo.

Camiseta vieja de rayas, esa forma de andar como pasando de puntillas por todo, para observar sin hacer ruido, vaqueros, tu maldita media sonrisa con la que atracarías bancos sin derramar ni una gota de sangre, fuerza y debilidad en cada gesto, en los veinte pasos larguísimos que te separan de mí. 

Hablamos. Tu padre, dedicado al trabajo desde la madrugada, dedicado a quererte aunque no entienda por qué le regalas las Rimas de un tal Bécquer. El mío ya no está desde hace muchos años. Así lo perdí, así me equivoqué al llorarlo, así me duele ahora, así comprendo que me ayuda seguir mirando atrás. Tu madre perdida en las pócimas, la mía en los encantamientos de tapa dura y letras negras. Tu hermano, tan lejos que ni siquiera quieres reconocerle en una foto, tan lejos que el amor se ha ido colando por las heridas de la infancia. Mi hermana, mi canción para dormir. Con sus manos de niña está dispuesta a desenterrarme hasta sin fuerzas. Ella es la única que me pedirá que no me enamore todavía, pero eso no te lo he dicho, todavía. 

Y seguimos hablando encima de la arena. Hablamos del amor. Del primero. Fue aquí, tú eras pequeño pero estabas dispuesto a quererla para siempre. Y yo te hablo de él, de las primeras cosas, de crecer juntos y luego darte cuenta de que el amor se ha marchado. Te hablo de encontrar a alguien con quien hablar, y que no baste. Me hablas de encontrar a alguien con quien dormir, y que no baste. Hablamos del engaño. Del mío, del tuyo. Nadie es perfecto. Hablamos de los besos. Los besos son sólo besos. Los besos son casi siempre más que eso. Hablamos de conformarse con una historia de rasguños. De volar por los aires una casa perfecta construida encima de un árbol. Hablamos de ser valientes, pero tú no crees en los valientes y yo los he subido a un estúpido altar. Hablamos de ser leales. ¿Es posible serlo siempre? 

Hablamos de sobrevivir un accidente. Hablamos de luchar por escribir o de escribir sin ganas.  Hablamos, pero tú un poco más que yo, que remuevo la arena alrededor haciendo laberintos y amontonando la tierra mojada. Tu lado está muy quieto. El sol ha dibujado un arco encima de nosotros y seguimos hablando. El turista se ha quitado el abrigo, el niño duerme cansado, y las mujeres de antes se han callado. 


Tú te esfuerzas por enseñarme tus cicatrices, los huecos que crees que nadie podrá llenar. Yo me empeño en decirte cosas que me he creído de los libros que odiaré a partir de hoy, y defiendo con gritos que el amor existe y puede llenarte tanto que te falte el aire y el hambre. Existe, lo he visto. Existe, y tú me has quitado las ganas de comer estas croquetas frías a las seis de la tarde, cuando sólo falta media hora para que salga mi autobús. Es fácil pasarse la vida hablando contigo, dices. Es difícil saber que sólo será un día. 

3/8/12

La Niña que quería ir a Portugal

Se que cada día conviene regar las plantas, que cada seis meses hay que esconder la lana en el armario y que una vez al año conviene quedar con Jackeldestripador barra dentista. Pero, me temo, no hay reglas sobre cuándo hay que (re)pintar las paredes de la casa. Apostaría mi olfato de Sherlock a que depende de la cantidad de fumadores que habiten en ella y del ansia viva del/la cabeza de familia.

Oui, hemos pintado la casa. Es un coñazo. Huele a acrílico, a pintura, a que te estas muriendo asfixiado. Las paredes muy pulcras, sí, pero todo lo demás está cubierto de cajas, de trapos, o de cajas con trapos, que es directamente el infierno. Y libros. A montones. Porque, en casa de padres profesores de literatura, no pretenderéis que haya cucharas de palo, insensatos. Nuestro rollo es el metal. Digo, las letras.

Y así, colocando y ordenando, de repente apareció una joya: Tres cuentos para María, escritos en 1991 por José Angel Crespo, mi padre. Así que aquí va uno ellos: La Niña que quería ir a Portugal


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

Esta era una niña que quería ir a Portugal. La primera vez que lo dijo, a sus padres no les extrañó, porque acababan de pasar unos días en Quarteira, cerca de Faro, en unas casitas de madera, y la Niña había jugado mucho, con su hermana pequeña y con su amiga Sara, que vivía también con su familia en otra casita al lado de la suya; y habían aprendido a decir "Bom Día"  y "obrigada" y a calcular cuántas monedas portuguesas hacían falta para comprar un chicle y dos chicles; y habían bajado algunas noches al baile que había en una plaza del pueblo y habían bailado con canciones parecidas a las que se oían en la radio del coche, que casi siempre eran de amor. 

La Niña tenía entonces cinco años y ese verano había aprendido a nadar (aunque parecía que lo que flotaba era sólo una cabecita con los labios muy apretados y los ojos medio cerrados, cuando iba de donde cubría hasta la orilla, hasta las manos de mamá, que la recogían cuando acababan de aplaudir), pero todavía no sabía leer, y de geografía sólo le sonaban unos pocos nombres, como Madrid y Barcelona. Por eso les sorprendió que aprendiese tan rápido que Portugal era un país (mientras que Madrid era sólo una una ciudad) y que recordase ese nombre casi desde que oyó cómo sus padres planeaban las vacaciones. 

Dice Google que esto es Quarteira. Mal gusto no tenía, he de decir. 

Luego, cuando volvieron a casa, cuando llevaron a los abuelos y los amigos los regalos que les habían comprado en Portimao y en Loulé, era siempre la Niña la que decía: "Este mantel te lo hemos traído de Portugal". Y cuando vieron las fotos del verano, distinguía sin error las que estaban hechas en Portugal, aunque confundiese las demás. 

No se le olvidó. Vino el otoño, y volvió al colegio, y cambió de maestra y de amigos, y aprendió cosas nuevas y palabras nuevas. Pero cuando jugaba a imaginar, ella vivía en Portugal, y cuando le contaban un cuento nuevo, pasaba en Portugal, y si oía hablar en una lengua distinta, era sin duda la que se hablaba en Portugal. 

Y no sólo eso. Cuando la Niña se quedaba callada (lo que ocurría muchas veces, porque cada uno es como es y la Niña hablaba poco mientras la Hermana Pequeña hablaba por los codos), todos suponían qué estaba pensando. Y cuando se enfadaba (por tres razones: la primera, porque no la dejaban ver la televisión, la segunda, porque no era sábado; la tercera, porque no quería hacer los ejercicios para el ojo vago) la Niña amenazaba a papá y mamá con irse a Portugal y sólo cuando ellos decían consternados: "¿Y qué haremos nosotros sin tí?", aceptaba esperar a hacerse mayor para coger su mochila y marcharse. 

Sus padres conversaban a veces sobre esta manía que a la Niña le había entrado. Habrían comprendido que le hubiera dado por París, de donde a veces vienen los niños y las cigüeñas, o por el pueblo de Mamá, porque al fin y al cabo a Mamá se la habían encontrado en una viña. Pero no a Portugal, que estaba tan lejos y, como decía el abuelo, lleno de pobres. Pero la niña era obstinada y fiel: aprendió a escribir ese nombre y a dibujar una especie de cara de perfil, con la nariz a la altura de Lisboa, y llamó Portugal a su muñeca preferida, al bolso de viaje y a la carpeta donde guardaba sus dibujos y las fotografías que recortaba de los periódicos.

Un día mamá se despertó sobresaltada: había soñado que iba a busca a la Niña al colegio y no estaba. Había preguntado al conserje y este recordaba que la niña se había ido con una chica que esperaba a la puerta. Una madre, solícita, le dijo más: "Eran dos chicas y un matrimonio mayor. Su hija iba muy contenta y supuse que los conocía. Hablaban algo parecido al español, pero no era español, y ella respondía en la misma lengua". Mamá había leído en el periódico que a veces los niños se escapan de casa y no le cupo ninguna duda. Se levantó de la cama, corrió al cuarto de la niña...pero allí estaba, todavía dormida. 

Otro día, Mamá soñó que vivían en Portugal. Se habían instalado en una ciudad llena de edificios destartalados y casas blancas, de cuestas y escaleras, de bares y confiterías. La niña estaba asomada a una ventana. Mamá se acercaba a ella y le decía: "Ya estamos aquí, ¿contenta?" Pero la Niña no respondía. Mamá volvió a despertarse, volvió a encontrarla metida en su cama. 

Y un tercer día volvió a soñar. Ella y Papá eran viejos y recibían una carta: "Queridos papá y mamá: ya es la tercera carta que os escribo...¿cuándo vais a venir?". Mamá llamó a voces a Papá, pero él no la oía, guardó la carta en un bolsillo y volvió a caminar hasta el cuarto de la Niña. Y esta vez (la persiana bajada, la cama hecha, los jueguetes en orden), no estaba. 
....
-¿Y qué pasó?, preguntó entonces la Niña.- ¿Dónde estaba la Niña? ¿Y la Hermana Pequeña?
Pero Mamá no sabía como acababa el cuento
-Duérmete ya. Es muy tarde. Mañana

Madrid, Diciembre de 1991

21/6/12

Esto no es una despedida (Segunda parte)

Dicen que los anillos de un tronco cortado miden la edad del árbol. Pero nosotros, ¿dónde tenemos esas señales? Aquí, en los tobillos, la caída del columpio. En los brazos, los círculos rojos de cuándo estudiábamos. En el cuello, los primeros besos y, en la palma de la mano, los vicios y las huellas de un bolígrafo azul. Ojalá. Pero pasa el tiempo y casi parece luz. Hace poco más de un año que llegué a la Sección de Suplementos Especiales y, por más que me esfuerce, no se cómo ponerlo a salvo, no se cómo cazarlo.

No olvidaré abril del 2011. Tuve que escribir sobre los supermercados de barrio y rogarle a una tal Eva de  Mercadona que me diera algún dato. Luego seguí escribiendo. Sobre aeropuertos, cemento, muebles, renovables, calefacción y otros animales salvajes. Era escribir, al fin y al cabo. Intenté explicar a mis amigos en qué consistía mi trabajo. El periodismo funciona así: sobrevivimos gracias a la publicidad, pero hay que disimularla. Así que nos inventamos suplementos. De energía, de internacionalización, de reciclaje. Buscas fuentes, buscas fotos, intentas hacerlo interesante, escribes páginas dobles en una tarde tonta. Ellos respondían con cara de haber entendido: ¿Y cómo dices que se llama la revista? Y como a los amigos se les quiere, de ahí en adelante me resigné a contar anécdotas sin explicar el meollo del día a día. Después entendí que justamente eso es lo que está matando al periodismo.

No olvidaré las producciones de moda. Carmen Lomana paseándose casi desnuda por una suite, Gabino Diego recitando a Calderón de la Barca con botas de militar en un teatro desierto, aquel descampado con una señal que llevaba a Macondo, Raúl del Pozo sosteniendo la cabeza sangrante de un pez espada en la azotea del periódico. Las esculturas de la virgen, la hucha de cerdo que goteaba, el acordeón y los pantalones rotos de miliciano, las vespas en La Latina, las chisteras. 

Recuerdo los favores que no importaban y los que sí, que se llaman compromisos y son, seamos claros, unos señores con pasta que quieren que su nombre aparezca, en letras de oro a poder ser, en mitad del reportaje. Recuerdo las broncas, sin respeto ninguno, por una foto a Soraya Sáenz de Santamaría. Recuerdo las llamadas a los restaurantes, a las consultoras y a la gente de Ifema para explicarles que con una foto de un enchufe chuchurrío de 80kb no vamos a ningún sitio. Recuerdo los Ayuntamientos, los gráficos, los informes que acabaron en la papelera y las cajas de vino que volaron. Recuerdo callar para no saltar, y saltar de la risa en las sillas de ruedas. Recuerdo las frases repetidas mil veces Las fotos las necesito ya. Por teléfono o por correo, como prefieras. ¿Quién quiere galletas?¿Y gusanos?; Rafa, pide los ferros; ¿A qué soy gracioso?; Chicos, que no se repita la capitular, tened cuidado con esas cosas. 

Lo más importante, como siempre, se deja para el final. Y aunque voy a estar ahí al lado hay algunas cosas que voy a echar mucho de menos. A Ana Luz, hermana gemela de Malú, con sus ataques de azúcar, sus observaciones de traductora. Siempre te odiaré un poco por hablar alemán sehr gut . A Nimo, como el pez pero con i, y su contagiosa manía de terminar las palabras con "is", contando con misterio cómo todo lo importante de la vida pasa en bares oscuros, con músicos en medio. Gracias por las series, por los pintauñas, por la confianza, por hacer las tardes siempre mucho menos largas. A Expósito, que mira de reojo, silencioso hasta que corta el aire con alguna frase lapidaria, obsesionado con el Villarato y Manolo García. Te nombro padre del elefante si me sigues llamando ninia. A Jorge, cinéfilo y tranquilo  -¿Cómo vas? Ana Luz, ¿cómo vas?, cada día con un libro distinto en la mano, la cabeza llena de historias y de sueños. Tengo todas las recomendaciones apuntadas. A Javi, tan constante con esa criatura en forma de libro, el definitivo. Con las patatas fritas estuviste menos firme, pero ¿la vida no es placer? Para mí nunca has sido un jefe. Cada vez que vea una pared de ladrillo me acordaré de tí. A Ruisánchez (las Marías, con apellido). Tus mátame camión y tus gafas de pasta. Espero que sigamos destripando Quién quiere casarse con mi hijo sin dejar de leer al Guardián entre el centeno. Y Munera. O Javi. Con sus planes de invadir España para abrir una salida al mar desde Albacete. No se con quién voy a comentar las noticias y los políticos de mierda con los que nos despertamos cada día. Voy a echar de menos esas risotadas, la cara que pones al hablar de comidas, tu desesperación con el círculo infernal cada vez que el ordenador te deja tirado y, a la vez, tu infinita paciencia. 

Son muchas cosas y amenacé con no cazarlas. Termino ya, el drama no es para el verano. A todos y los que faltan -Sara, mi pelirroja preferida. Vas a triunfar en el Escorial. Alba, currante incansable, ¡deja de ganarme al Apalabrados!- Fue un placer, nos vemos pronto. 


12/6/12

El primer diente roto

Aquella niña se parecía tanto a tí que
has querido avisarla
guarda el primer diente roto y el último calcetín perdido
has querido abrazarla los próximos diez años
mira bien los gestos de tu padre y grábalos en tus brazos de arena,
tan finos que se escapan.

Aquella niña hacía música con un caleidoscopio
porque mirar no era bastante
y se escondía en cabañas de paraguas
porque la lluvia era el verano.
Aquella niña
ya no es

Pero, a veces,
la risa atragantada, la inocencia en los vagones,
la piel ganada por cosquillas
lo imposible atado en lazos rojos
la niña vuelve a ser.



30/5/12

Cartas de amor abandonadas

A veces recojo papeles de la calle. Aunque me atemoriza que esta manía me acabe llevando a los brazos de Diógenes, he de puntualizar: mi delicada espalda de urbanita no se agacha por cualquier trozo mugriento de papel. Soy una sibarita de los deshechos que cortan dedos. Sólo me llaman la atención los textos manuscritos. La mayoría de las veces resultan ser chorradas. Algún número de teléfono. Ortografía con cierta manía persecutoria. Listas de compra con los pimientos tachados y la leche en mayúsculas. Cosas así. Pero algunos días me encuentro pequeños tesoros. O eso me parecen a mí. El domingo pasado, caminito de uno de esos banquetes familiares en los que salen fuentes de comida como conejos de chisteras, me fijé en que había un papel azul doblado en un banco. Y esto es lo que decía.


Repasemos la misiva porque tiene miga. 

Alex: 
Estoy muy contenta y agradecida por haberme encontrado este año contigo. 
Eres la única personita que me hace ir con una chispita de ilusión cada día a clase y me da ánimo y esperanza. Muchas gracias por hacerme sentir siempre bien. 
Lucy

¿A vosotros qué os parece? A mí al principio me insufló litros de ternura. Me imaginé a la tal Lucy. 10 años. Primer amor. Niña solitaria a la que sus compañeros tratan mal. Cargando una mochila rosa tamaño maleta ryanair y un estuche con la forma de un oso panda lleno de rotuladores secos. Pero tras los primeros segundos, recapacité. Una niña de 11 años en 2012 no escribe así de correctamente. Y me apostaría una oreja (y las mías son grandes) a que los mochuelos de esta edad piensan que Chispita sólo puede ser un perro blanco tamaño lilliput. Así que la ternura inconsciente fue sustituida por un bufido de enfado. Estoy casi segura de que la tal Lucy tiene al menos 16 años. Una de las pistas clave es un logrado y extremadamente cursi dibujo de unas flores que acompaña la carta y que vosotros no véis porque el zoom es así de paradójico, oculta información. Pensé: ¡Diantres! 16 años, dos diminutivos y una cara sonriente. Lucy está muy verde en esto de las cartas de amor. A Lucy alguien tiene que explicarle cómo se escribe una carta de amor. Consejos básicos. Encabezamiento. Contar una historia. Emoción. Un poco de erotismo.  Revelación de secretos. Algo como a que no sabes dónde he vuelto hoy, donde solíamos gritar. Pensé, también, que deberíamos escribir muchas más cartas de amor. Simplemente por el placer de recrearse en palabras llenas de fuerza y de ilusión. Y por la alegría de guardarlas en un cajón secreto y repasarlas al cabo de los años. Porque el romanticismo es como lo que dice tu madre de las gambas: ¡Deja, deja, que siempre te dejas lo mejor! 

En Alex no me entretuve mucho. Me pareció un cretino de tres pares de orificios por haber dejado la carta ahí abandonada, a punto de achicharrarse bajo el sol. Mi hermana dice que tal vez no la olvidó, que puede que a Lucy le entrara en el último momento el pánico escénico. Sea como fuera, Lucy, querida mía, si me estás leyendo te invito a un café y te enseño mis cartas de amor. Será el principio de una larga amistad.  

28/5/12

Estelas en la mar

Mi abuela María estuvo tres años seguidos sin salir de casa. Ella tenía 18 años, vivía con su madre y sus abuelos. Su padre se entregó para salvar a su hijo, que se fue a Madrid para aprender cómo se utiliza una guerra. Pero mi abuela estaba en casa. Cuidaba animales pequeños. Tenía un vestido de los domingos y ningún libro. Escuchaba las historias de su abuela. 19. 20. Años. Suplicaba a los relojes que avanzaran, sin saber que en la carretera los cadáveres guardaban también relojes en los bolsillos.

¿Qué son tres años, María?-me dice ahora

De 1936 a 1939 España sangraba muerte y hambre, lloraba hielo negro y escarcha y no había caminos que andar. Pero tres años no son nada, María, me dice mi abuela.

¿Cómo supo que el futuro puede ser de otra manera, a pesar de que tardó tres años en enterrar a su padre?
¿Cómo pudo volver a llenarse de risa para tapar los alaridos que escuchaba de la cárcel cercana?

Y sólo entonces comprendo que todos nuestros miedos son como enormes estatuas de sal. Hay que seguir hacia adelante. En algún momento aparecerá el mar.

4/5/12

Diario de Nueva York


Tengo un problema con las citas. Me obsesionan. Por extraño que parezca, la explicación a esta enfermedad, cuyos síntomas aparecen en todos los textos que escribo en el periódico, está en American History X (obra maestra). Hacia el final de la película se escucha la voz en off de Danny, el hermano pequeño de Derek. Está escribiendo su ensayo para el instituto, en el que viene a decir que se ha dado cuenta de que no merece la pena pasarse la vida cabreado y en ese momento se escucha algo así:

Dereck dice que siempre viene bien acabar un trabajo con una cita, dice que siempre hay alguien que lo ha hecho mejor que tú, que si no puedes superarlo, puedes robárselo y aprovecharte.  Así que he escogido algo que creo que le gustará: No debemos ser enemigos. Si bien la pasión puede tensar nuestros lazos de afecto, jamás debes romperlos. 

Mucha gente ha escrito maravillas sobre Nueva York, pero nadie la comprendió tan bien como Federico García Lorca.

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
 Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.

Así es esta ciudad. Despierta, inmensa, contradictoria. Con un arcoiris amarillo dejando su huella por los edificios de piedra. Ya hace dos días que volví y no me la puedo quitar de la cabeza. Sonará a algo que diría Julia Roberts en la típica comedia insulsa y adictiva, pero creo que una parte de mí se ha quedado para siempre en Manhattan o en algunas escaleras de ladrillo rojo. Por eso tengo la necesidad de dejar escritas las cosas que no quiero olvidar.

125, Columbus Avenue, dije al taxista. Y aquella máquina, con televisión en el asiento trasero, enfiló la autopista. Era de noche pero para mí era de día. Y entonces, de repente, aparecieron los rascacielos. Miraba por el cristal, maravillada y dije en voz alta lo que pensaba. ¡Estoy aquí, estoy aquí! Como cuando Jack Lemmon se repite en aquel tren ¡Soy una chica, soy una chica!

Mohamed (siempre hay una tarjeta en el cristal con el nombre del conductor, muy útil para entablar conversaciones), berbiendo a sorbos un café, se giró hacia mí Sorry...you said? Daba igual. Hola, capital del mundo. Pleased to meet you, at last. 


Recuerdo que al día siguiente amanecí a las siete de la mañana con los ojos tan abiertos como los de un felino hambriento. Acompañé a mi amable anfitriona a su trabajo, cerca de Madison Avenue. Café del Starbucks en mano, atravesamos Central Park. Hacía frío de invierno. Caminé por la Quinta Avenida. Allí estaba el escaparate donde Audrey Hepburn tomaba un croissant en el reflejo de un diamante de Tiffany's. Más adelante la catedral de San Patricks y el Rockefeller Center, una mole imponente del magnate del petróleo y sus dos conocidas esculturas. Atlas sosteniendo el mundo y Prometeo, el dios que salvó a los humanos enseñándoles cómo utilizar el fuego. Y me resultó entre mágico y obsceno encontrar tantas referencias mitológicas en un lugar que escupe oro.


Recuerdo la impresión al ver las grúas y el humo en el hueco que todavía queda en el World Trade Center e imaginar el otro humo de la muerte el 11S. Y después subir al ferry camino de Staten Island para ver más de cerca a la mujer de la antorcha, símbolo de la libertad. En su base de metal hay una inscripción de un poema de Emma Lazarus.


Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama es el relámpago aprisionado, y su nombre Madre de los Desterrados. Desde el faro de su mano brilla la bienvenida para todo el mundo.

De hecho, de 1886 a 1902 la Estatua de la Libertad funcionó como faro y su luz era tan potente que se veía a 40 kilómetros de distancia. En la cubierta del ferry, con un viento de mil demonios y los murmullos de un grupo de japoneses, intenté imaginar cómo se sentirían aquellos emigrantes europeos que llegaban a la costa de la Tierra Prometida. Y no me pareció algo ni lejano ni extraño.

Esa tarde fui al MoMA (Museum of Modern Art). En la quinta planta, en el segundo pasillo, me paré en seco. Después de verlo, escucharlo e imaginarlo en tantos libros, en boca de profesores, amigos y padres, allí estaba: Las señoritas de Avignon. No tengo muy claro por qué tiene tal trascendencia en la Historia del Arte (algo me quiere sonar de que marco el inicio del cubismo) pero allí me quedé un buen rato mirándolo, perdida entre el rosa y las piernas puntiagudas, pensando que mientras la belleza pudiera guardarse en un lienzo de tres metros, todo lo demás sería menos malo.


Recuerdo Chelsea Hotel, casa de escritores, músicos y poetas, convertido en una ruina cubierta de andamios. La gente paseaba por la cercana High Line, una antigua línea de tren reconvertida en jardín desde la que se ven las entrañas de los edificios y, muy al fondo, el Empire State, al que no subí por una absurda rebeldía que todavía no he sabido interpretar. En Chelsea Market estuve hablando con la dueña de un puesto de bolsas de tela con frases (remítanse al primer párrafo, ya dije que estaba enferma). Me habló fascinada del Reina Sofía y me dijo que cinco días eran muy poco tiempo. También me recomendó un regalo para mi novio. La corregí en su error y luego hablamos de la nieve, pero de una forma poética, no como se habla del puñetero frío con el vecino del quinto.

Caminé por Blecker Street y desemboqué en Washington Square Park, donde tenía lugar una animada fiesta del perro salchicha (no confundir con perrito caliente, que también crecían por allí). Los dueños comparaban orejas, correas, dientes, y acariciaban cabecillas peludas. Entrañable y ridículo. Al lado, un tipo rubio tocaba bandas sonoras de película en un piano de cola y, en medio de los aplausos decía a los paseantes : Dejen de mirar a esos estúpidos perros. La música es más importante. Frase que provocaba la cólera de no pocos amos entregados. Yo estaba de lado del pianista, evidentemente, pero me pareció más prudente seguir caminando.

Pasé por canchas de baloncesto en las que sólo jugaban negros musculosos. Mientras hacía fotos sin pudor, un chavalín de gorra y casi dos metros de altura pasó por mi lado y me espetó un Hey, how're you doing? alargando mucho el doingSe que pretendía seducirme (mi aspecto guiri los tiene locos), pero a mí me recordó tanto a Joey en Friends que me entró la risa floja. Lástima. Podría haber tenido retoños mulatos la mar de monos. Y altos.

El domingo, llegó el momento cumbre del viaje. Muy de mañana puse rumbo a Harlem. Primera parada, Columbia University. Segunda parada, Facultad de Periodismo. Fundada por Pullitzer y probablemente la mejor del mundo. Que no es que estudiar periodismo sea una cosa difícil, nada más lejos. Pero si estudias aquí puedes entrar en cualquier medio de comunicación del mundo. Esto es así. Por ejemplo, gracias a Luna, la amiga que me alojó en su bonita casa del Upper West, conocí a otra chica, Rachel. Nada más acabar el master de periodismo en Columbia había empezado a trabajar en el programa 60 minutos de la CBS que, para los no entendidos, es como trabajar en la BBC o en Informe Semanal si tuviera una audiencia como Telecinco. La bomba, vamos.

El caso es que después de imaginar que descubría el siguiente Watergate (¿creíais que trabajar en El Mundo no iba a despertar mi ambición y mi esquizofrenia?) me dediqué a la tarea de encontrar una iglesia. Quería escuchar una misa gospel. Conclusiones básicas: Qué lastima damos los turistas acudiendo en masa al templo como si aquello fuera una sala de cine. Segundo: ¿saben ustedes el anuncio de las pilas Duracell? Bien, pues el catolicismo europeo es el conejo que se cansa, se duerme y se queda solo de solemnidad, y el americano es, quedándome corta, Usain Bolt con luces de colores. Aquello es la pera limonera.

Nada más entrar, unas negras vestidas de enfermeras, es decir, con traje blanco de chaqueta, me indicaron donde había un sitio libre. Afortunadamente, acabé dando con una iglesia en la que la proporción turistas/fieles era casi equilibrada. Llegué justo en el momento crucial de "Darse la paz". Una señora que estaba al lado del reverendo se lanzó el micro y gritó: Stand up! , stand up and tell your neighbour you love him! Así que la Iglesia entera se puso en pie y todo el mundo empezó a abrazarse como si se fueran mínimo a una guerra lejana. Y, a la par, algunos gritaban I love u! Nada de drogas, sólo música celestial. Yo observaba embelesada. Luego empezaron los cánticos y el rock 'n roll. Porque señores, había voces pero también había una batería y un órgano despertando del letargo. ¡Aquello era una fiesta! No es que entendiera mucho el discurso religioso, porque cada tres palabras se colaba un sonoro Amen, pero les juro que casi me convencieron de que tenía que revisar mi falta de fe.

Luego estuve paseando por Central Park. Allí estaban los estereotipos que me faltaba por ver. Las chicas de cuerpos esculturales matándose a hacer deporte. Las familias paseando a sus cinco perros. Los niños jugando al baseball. Llegué hasta el Metropolitan, la inmensidad de nuevo. Recuerdo una exposición de fotografías de desnudos que estaba más llena que el metro en Japón. Los que habían ido sólo por ver tetas eran los que se daban codazos y reían nerviosamente. La tontería es universal, gracias a Dios. También recuerdo las salas dedicadas al arte de Oceanía y África. Del techo colgaba una canoa de madera de por lo menos 20 metros. Y las máscaras, con aquella luz tan ténue, daban bastante canguelo, que es una palabra que hay que decirla más.

El día terminó en The Top of The Rock, osea en el piso 70 del Rockefeller Center. Subí hacia las seis de la tarde y allí me quedé hasta que se hizo de noche porque quería ver cómo se iluminaba el Empire State Building. También tengo otra obsesión con las puestas de sol. Es que me maravilla que en cuestión de segundos el cielo pueda cambiar tanto de color. ¿Ven que poco hace falta para hacerme feliz? Corran a decírselo a mi príncipe azul, hagan el favor.

Enfin, el caso es que allí estuve, en un banquito de madera, viendo cómo se hacía de noche y cómo aquel mirador se iba llenando de gente. A mi lado las parejas se hacían arrumacos y un francés que pronunciaba mucho la h discutía con el típico fotógrafo que hace las fotos-recuerdo los trucos para conseguir la mejor imagen. Recuerdo que sonaba Frank Sinatra en mi ipod, porque en algunos momentos cruciales de la vida sólo puedes confiar en los clásicos, y me sentí feliz y triste a la vez.

Podría seguir escribiendo de la ciudad que huele a grasa, azúcar y gasolina. Del metro, donde parece que en cualquier momento alguien va a sacar una pistola o un saxo. De las gorras de los policías y de los tacones brillantes. De la música del camión de los helados y los carteles verdes que indican las calles. Del puente de Brooklyn, las escaleras de incendios, los huevos al estilo Benedict, los camareros que se dedican a llenarte el vaso de agua con frenesí,  los cócteles desde las 10 de la mañana. De aquellos enjambres de ventanas acribillando la noche. Volveré, Nueva York, ya lo creo que volveré.

pd: Esta entrada esta inspirada, de alguna forma, en esta, genial por supuesto: Pongamos que hablo de Nueva York 

10/4/12

Los bribones de la escopeta


Doña Sofía, yo te comprendo. “Con los niños siempre pasa eso”, ha dicho, mientras acariciaba el ensortijado pelo rubio del travieso Froilán. Y todo el mundo con la ceja levantada, maquinando comentarios súper hirientes. Primero el nieto se dispara al pie y luego la reina diciendo que son cosas de los chavales, que siempre son bribones. Perdón, borbones.

Es que ustedes no entienden a qué se refiere Doña Sabiduría. En cambio, yo sí. Y mi querida madre, más aún. Ella también tuvo un affaire con una escopeta en su tierna infancia. Y no era de la realeza, sino de Villacañas, provincia de Toledo.

No se si han oído ustedes hablar de Guillermo Tell, conocido por su puntería con la flecha. El señor Tell vivía en un pueblito suizo llamado Bürglen allá por el siglo XIII. En aquel momento la Casa de Habsburgo estaba anexionándose cantones suizos (antes del Risk estas cosas pasaban). El caso es que Guillermo Tell desafíó la autoridad de los Habsburgo y el gobernador, conocedor de su famosa destreza con el arco, le impuso un castigo. Le obligó a disparar su ballesta contra una manzana colocada sobre la cabeza de su propio hijo, situado a 80 pasos de distancia. Si Tell acertaba, sería perdonado. Si no lo hacía, sería condenado a muerte. Acertó, mein gott!

Pues bien, allá por los años 50, en Castilla la Mancha se repitió la proeza. Un albañil estaba arreglando el tejado de la casa de mis abuelos, María y Tomás, una mañana cualquiera de abril, cuando mi tío Jerónimo, que tenía unos 10 u 11 años, entró en escena. Mi tío, un chaval bribón y bastante valiente, presumió de su puntería: “Yo lo gano tó en la feria, con la escopeta”, “He matado 10 pichones ya”. El albañil , jugando, le desafíó: “Miiiira el muchacho este. Anda, déjate de tontás

Pero Jerónimo tenía la última palabra. “Ahora verás, ¡so listo!”, le dijo al señor albañil en las alturas. Y entonces, llamó a mi madre. Cinco añitos. Coletas negras. “¡Nena, ven aquí un momento!” (toda su vida la llamó nena). “Coge una manzana, póntela en la cabeza y vete ahí. Más lejos, más lejos.”

Mi madre, evidentemente, obedeció, porque era su ejemplo, su hermano Zumosol, su number one.  Mi tió cogió la escopeta de perdigones (el mismo modelo que usa Froilán), apuntó, y le dió a la manzana. El albañil quería más : “¡Bah, eso ha sido suerte!” Mi tío y mi madre repitieron la jugada. De nuevo, volvió a acertar.

Así que ven, la reina tenía razón, los niños son así.  Por si se habían quedado con curiosidad, al rato del incidente llegaron mis abuelos. Mi inocente madre contó la aventura y mi abuelo no mató al albañil porque éste salió escopetaó, nunca mejor dicho.

Ah y por cierto. Doña Sofía también dijo algo más, pero no lo recogen los medios. Al parecer, mientras salía de la clínica, musitó: “Dejen ya de hablar del nene, que es sólo una cortina de humo para que no piensen en los recortes, hatajo de imbéciles”. Los periodistas no lo han contado porque ellos, imbéciles, no son.

4/4/12

Preguntas


Quiero reír pero al cerrar los ojos veo muertos en los que nadie piensa
Quiero reír pero los animales se han callado
Quiero reír pero las ventanas estallan
cristal, cuchillo, alucinación, espejo

Sueña el hombre con construir su castillo
¿cómo sobrevivirá sobre las ciudades de arenas movedizas?

Sueña el hombre con abrazar la piel caliente y roja
¿cómo aguantará las grietas que atraviesan las heridas?

Sueña el hombre con cambiar el mundo sin saber que la lluvia
borra hasta las huellas más profundas

Entre preguntas y huecos, a medio camino de la saliva de la rabia y el agua de los besos
Suena la risa

14/3/12

Iglús donde vuelan abrazos


El arquero falla, 
y en la isla de los cíclopes las flechas atraviesan un roble milenario
que sangra, verde, por las noches.

Duele menos
si la muerte se rompe en mil puntas de aluminio; 
duele menos soñar que hay océanos 
como los de Chagall, iglús sin gravedad y un abrazo que vuela
selvas de plumas de avestruz, 
casas abandonadas en las nubes,
cocodrilos que silban y camas vacías
esperándonos siempre al borde del mar

Pero estamos aquí y el techo está tan cerca
¿cómo borrar el eco, cómo robar el aire?


29/2/12

Palabras nuevas

Necesitamos palabras
porque las serpientes sin ojos devoran todos los érase una vez 
y ya nadie caza lagartijas

Tiene que haber otra manera de hablar del miedo.

Palabras para explicar que el instante ganó a la Historia,
que el olfato ya sólo sirve para hacer metáforas
que la luz siempre es una bombilla rota

Palabras que signifiquen al mismo tiempo
viaje y anestesia
deseo y plástico
silencio y tormenta

Necesitamos palabras 
para empezar de nuevo




25/2/12

Hay que brindar más

Pulso con el dedo índice la bendita (infecta de bacterias) tecla del enter y, en los segundos que tarda en cargarse el radiopatio de la actualidad, contengo el aliento y rezo al dios del frigorífico (libertad religiosa, ¡chitón!)-Hoy no, por Dios, hoy no- pero, malheur, allí están otra vez. El olor fétido de la corrupción, los millones de parados, los políticos vomitando sandeces, los jueces de Bruselas castigándonos contra la pared, Atenas ardiendo en silencio, los desconsolados niños sin mi pupitre nooo, la policía aporreando a jóvenes que blanden libros como espadas, los casposos salivando, las deudas a punto de nieve para el apocalipsis.  La desgraciada, malnacida crisis. Yo resoplo, maldigo al dios del frigorífico que no me da más que yogures y disgustos, musito un ay señor y sigo, haciendo. 

Y como estoy tan harta, busco y recuerdo cosas que hagan que todo este desastre lo sea menos. Como dijo Nacho Vegas, alzo mi copa hacia el cielo en un brindis por el hombre de hoy y por lo bien que habita el mundo. Amigos, hay que brindar más 

Por los ataques de risa de detonante inexplicable que acaban con alguien quedándose sin aire. Por los niños que aprenden a andar con la concentración de un escalador pero se caen de culo cada tres pasos. Por los dibujos de sirenas y de árboles con casas dentro, por los papelitos voladores que contenían secretos políticos y por los que una amiga doblaba haciendo  grullas (las ranas estaban muy vistas), por los emails bíblicos de Liverpool a Madrid, por las  cartas que mi padre me escribía cuando me iba un mes a aprender inglés (aunque aprendía a robar pares de calcetines de South Park porque lo hacía todo el mundo). 


Por los cuentos de naufragios y pastoras con rebaño que decidían cambiar de sexo que escribía con 10 años. Por la cara de susto que se nos quedó a mi hermana y a mí cuando descubrimos que los pollitos rosas que habíamos comprado en el mercado de Villacañas desteñían al cabo de los días. Por las veces que mi abuela dice ¡Si yo no digo nada! después de haber criticado a media familia. Por la expresión de mi otra abuela, ¡Anda la osa negra!, como quien dice, ¡Anda mi madre! Por aquel chiste que nos contaba de unas monjas con serios problemas de incontinencia. Y por el otro chiste de una niña que se llamaba Nocruces y acababa atropellada. Y nosotros, muertos de la risa.

Porque después del calimocho vino el vino y bienvenido sea. Porque a veces bebimos hasta perder el control. Por los planes para cambiar el mundo, tan sólidos como una catedral hecha con una baraja. Por la tarta de manzana y la tortilla de patatas de mi madre. Por las    veces que se pone tan manchega que a su lado Jose Mota es un piltrafilla. Y por cómo se esconde debajo de la manta cuando tiene frío, como un animalillo asustado. Por los gritos de mi hermana cuando le hago cosquillas detrás de las orejas. Por las veces que me pide que le acaricie el pelo hasta que se queda dormida. Porque las dos arrugamos la nariz con el mismo gesto. Por los libros con los que aprendí a soñar y por cómics que leí solo por acercarme un poco a tí. Por los chicos que juegan a las palas en el Sardinero: menos Nadal y más aficionados con el torso sudoroso. Por descubrirte mirándome, por tus ojos medio cerrados un segundo antes del orgasmo. Por los besos tan largos que nos dejaban los labios rojos. Por los besos que he imaginado mil veces. 

Por Misterioso Asesinato en Manhattan, Con Faldas y a lo loco, los Hermanos Marx y  hasta los momentos inconfensables en los que de la vergüenza ajena pasamos a la risa disparatada con Quién quiere casarse por mi hijo (club de fans para los gódicos ya). Por la música de Desayuno con Diamantes, por Robert de Niro, por Hey Jude, por la canción de la Feria del Este, y cómo no ,por el ababaaa bababaraaaan. Por las canciones que me gustaron desde la primera vez, por las que oí por tí, por las que aprendí a escuchar con el tiempo, por las que me ponen la piel de gallina.

Por aquel día que nos perdimos por las calles de Granada siguiendo a unos gallegos. Por las   playas italianas que aparecen después de deshidratarnos. Por aquel hotel de Atenas en el que el dueño nos recomendó, muy serio, regarnos con la manguera. Porque lo acabamos haciendo.Por aquella vez que hiciste 200 fotos a una sola puesta de sol y tenías razón, todas   eran diferentes. Por la habitación en Londres que nos alquiló un búlgaro que repetía a gritos But where is the wardrobe? Por las carreras en calles desiertas con veinte kilos en la espalda y por la vez que andamos en un precipicio sobre el mar. Por las zanahorias que sacabais en cada tren para matar el hambre (sin conseguirlo, claro). Por todos los viajes que nos quedan por hacer. Por vosotros y los que vendrán. Por el futuro aunque esté jodido. Por el amor que está a punto de llegar. Por los bostezos que se contagian y porque, como dijo el maestro, disfruta del día hasta que un imbécil te lo arruine. 



23/2/12

Países invisibles: Guatemala


El infierno maya se llamaba Xibalbá y estaba gobernado por dos jueces supremos, Vucub-Camé y Hun-Camé, que dirigían a los demás asesinos de este mundo de tinieblas. Unos tenían como tarea hinchar a los hombres, hacer que las piernas les supuraran y teñirles de amarillo el rostro; otros se dedicaban a matarles de hambre hasta que no quedaran más que sus huesos y los últimos los desangraban hasta morir. La leyenda cuenta que este ejército de despiadados fue vencido por dos dioses gemelos que lograron engañarles. 

Pero no hace tanto tiempo, en Guatemala, tierra de mayas, esas torturas existieron y todavía no se ha juzgado a los asesinos. Tiburcio, con traje de chaqueta y un campo verde interminable a sus espaldas, cuenta hoy como los militares le ataron las manos a los pies y tiraron, tan fuerte, que se partió por la mitad y las tripas se le salieron del cuerpo.

Guatemala tiene 14 millones de habitantes de los que casi la mitad son indígenas. En la década de los 80, bajo los gobiernos de Fernando Romeo Lucas García, Efraín Ríos Montt y Óscar Humberto Mejía Víctores, 250.000 personas fueron asesinadas. Aproximadamente 6.000 cada año. 45.000 continúan hoy desaparecidas. Un millón y medio de campesinos tuvieron que huir, muchos de ellos al cercano México.  

El periodo más sangriento fue entre 1982 y 1983. Bajo las órdenes de Efraín Ríos Montt, el ejército llevó a cabo una represión sistemática de los indígenas. El Estado justificó la exterminación de más de 400 comunidades mayas argumentando que eran parte de un complot comunista contra el gobierno. Así que  campo a través, los equipos paramilitares atacaron pueblos enteros, matando indiscriminadamente, torturando y violando, quemando viviendas, disparando desde helicópteros a quienes corrían para salvar la vida. Estos dos años teñidos de sangre han sido bautizados como el Holocausto Silencioso. La Comisión de Esclarecimiento Histórico de las Naciones Unidas (CEH) reconoció explicitamente en 1999 que había sido una exterminación en masa de indefensas comunidades mayas, incluyendo a niños, mujeres y ancianos, a través de métodos tan crueles que han indignado a la conciencia moral del mundo civilizado.




Mientras el país se lamía las heridas y abría con sigilo las puertas de la democracia -por más que el olor de la muerte no se borre nunca-, algunas personas, como Rigoberta Menchúintentaron que se juzgara a los responsables de aquella masacre al tiempo que los forenses empezaban a abrir las fosas de la infamia.  Incluso en España el juez Santiago Pedraz de la Audiencia Nacional emitió una orden de arresto contra varios acusados allá por 2007 (esto en la actualidad no podría hacerse, porque el Gobierno de Rodríguez Zapatero decidió limitar el principio de jurisdicción universal

En enero de este año, parecía por fín que la Justicia guatemalteca iba a saldar cuentas con el pasado y, efectivamente, se ordenó procesar, por delitos de genocidio y crímenes de guerra, al exdictador José Efraín Ríos Montt. Pero en solo un mes, la esperanza se ha hecho añicos. Los antiguos militares siguen sujetando los pilares de esta sociedad quebrada. Primero se trasladó al fiscal, como contaba hace poco Ramón Lobo. Y ayer mismo, la Corte Suprema de Justicia (CSJ) de Guatemala retiró a la jueza encargada del caso, Carol Patricia Flores, porque la defensa solicitó su recusación por considerar que la magistrada estaba siendo parcial en el proceso.

Las víctimas que sobrevivieron siguen pidiendo que los torturadores pasen lo que les queda de vida en una celda. Pero el actual presidente del país, Otto Pérez Molina, general retirado que llegó al poder prometiendo combatir la delincuencia y el narcotráfico, no ha reconocido todavía públicamente que en la tierra que pisa se planeó y se ejecutó uno de los mayores genocidios de la Historia. Sobre él pesan denuncias no comprobadas de violaciones de derechos humanos en los primeros años de la guerra (1960- 1966).

Seguramente sea iluso esperar que en un futuro cercano los mecanismos de la justicia se vuelvan a activar para condenar a los culpables de esta masacre. Más absurdo es esperar que al resto del mundo le importe lo que sucede en Guatemala, ocupado como está en sobrevivir sin mirar más que las huellas que dejan sus pasos. Pero a
unque soy periodista, siempre me ha costado asumir que algunos países simplemente son invisibles.



Cuenta otra leyenda maya que el dios del viento y la tormenta, Huracán, vivió sobre las aguas torrenciales y repitió sin cesar la palabra "tierra", hasta que la tierra finalmente surgió de los océanos. Así que tal vez merezca la pena rescatar historias del olvido. Puede que así levantemos otro presente. 







Nota al pie de página: El pasado incurable no es la única enfermedad de Guatemala. El país posee la tasa de desnutrición crónica infantil más alta de América Latina y una de las mayores del mundo. La mitad de la población vive en condiciones de pobreza  y el 17% en la total indigencia. Eso no es todo. Junto a México, es uno de lospaíses con mayor índice de femicidios en el mundo. Entre 2000 y 2010 fueron asesinadas por violencia de género 5.200 mujeres en este país, según cifras policiales.

12/2/12

El sudor de los inquietos

En la palma de mi mano cabe un puñado de arena o tus cinco dedos
quietos, tus cinco dedos vivos.
No hay canciones de cuna para calmar el miedo.
Hay árboles que viven siglos en círculos concéntricos y nenúfares
que pasan del azul a las cenizas en un día.

En la estación, toneladas de heridas abiertas caen al suelo
como el cadáver de un gigante, pero nadie se limpia
las manchas rojas y secas.

En la habitación del sexto piso una lista de promesas cuelga de una pared vacía
y unos versos de Machado bailan vals sin lámparas, sin seda.

La piel es el principio y el final del viaje.

No hay un lenguaje universal ni una tierra prometida.
No hay un mundo mejor que el que han cantado.
No hay recompensas para el sudor de los inquietos.
No hay orejas que soporten la rabia de los huérfanos.

Pero un beso dura más segundos que la muerte.
En las almohadas soñamos con ser quien no podemos.
En el puño tengo cristales, la mitad de un corazón que se me escapa y la risa
tiene más eco que el llanto.