29/10/13

Mi vecina 'La Huevo Frito'

Se llamaba Asunción, vivía en el cuarto y era enfermera. Pero en mi casa era La Huevo Frito. Tan extraño apelativo tenía una explicación. Una noche, cuando yo le llegaba a mi padre a la altura del cinturón y mi hermana conservaba aún la costumbre de disparar porqués a toda la raza humana, coincidimos con Asunción en el ascensor. Aquel poliedro de metal era muy defectuoso y solía pararse entre dos pisos. Entonces, esperábamos cinco minutos, volvíamos a pulsar el botón y el cacharro volvía a subir con un sonoro ZUM.  Era un ascensor muy humano; de vez en cuando, necesitaba un respiro.

De modo que ahí estábamos, Asunción y los tres mosqueteros, metiditos en aquel cajón dejando pasar los cinco minutos de gloria. 

-¿Qué tal el día Asunción? - preguntó el buen vecino que mi padre llevaba dentro.

-Un horror, qué cansancio, la verdad y qué frío hace en Madrid, madre mía, no recuerdo yo un  invierno tan criminal desde que era como esta niña de aquí -, debió decir Asunción, mientras le aplastaba el pelo a mi hermana como si estuviera empanando filetes. - Pero bueno, ahora a cenar un par de huevos fritos, y como nueva. 

-¡Huevos fritos, papá, yo quiero, yo quiero! - aproveché, siempre al quite.

-No sé si sabe que recomiendan no comer huevos fritos más de una vez a la semana -, replicó el médico que había también en mi padre, que se vio en la necesidad de dar ejemplo a sus criaturas. 

-¡Menuda tontería! -respondió la vecina, aferrándose al carro de la compra- . Yo ceno huevos fritos todas las noches, de toda la vida y míreme, ¡como una rosa! ¿o no?

Desde ese día, Asunción fue siempre La Huevo Frito y yo empecé a fijarme más en la mejor amiga del colesterol. La veía a menudo salir del edificio sola, con chaquetas o abrigos largos hasta los tobillos y arrastrando un carro de la compra de cuadros rojos y negros, donde siempre sospeché que trasladaba los frutos de un ejército de gallinas.


Constantine Manos. Woman and her portrait. (1964)
Pasaron los años, mi hermana ya sólo hacía preguntas a los conocidos y yo crecí hasta la altura del último botón del ascensor, que seguía empeñado en sus pausas dramáticas. La Huevo Frito también envejeció. Seguía encontrándome con ella por las noches. Venía arrastrando aquel carro negro y rojo y siempre me preguntaba qué estaba estudiando, aunque yo había terminado Periodismo -o algo parecido- hacía más de diez años.

-¿La ayudo con el carro? - le preguntaba, y ella negaba con la cabeza y la mano que tenía libre 
-Sujétame la puerta, guapa- Nunca la vi soltar aquel carro de tela.

Así que un día decidí seguirlas, a ella y al carro. Pensé que si me viera mi padre, el profesor que había en él desaprobaría mi comportamiento, pero me ganó la curiosidad. 

La Huevo Frito salió de casa. Era un invierno muy frío y el viento le levantaba el abrigo de paño hasta la cintura. Sus piernas eran tan delgadas que parecía que iban a romperse. La mano izquierda, de tanto apretar el asa, estaba blanca. Ella avanzaba rápido, como si el carro y sus casi 80 años no le pesaran.

Se metió en el metro y se bajó tres paradas más allá. Entró en una cafetería que parecía estar a punto de cerrar, con las mesas vacías y tres o cuatro nostálgicos descifrando horizontes en la barra. A ninguno, ni siquiera al camarero, más joven, pareció sorprenderle que Asunción se metiera, sin saludar, en el baño, con el carro de la compra. 

Al cabo de diez o quince minutos, volvió a salir. Iba vestida de blanco de la cabeza a los pies. Llevaba una bata de enfermera desgastada y, debajo, unos pantalones blancos. También lo eran los zapatos. Todo parecía quedarle demasiado suelto, como si hubiera menguado con los años. Asunción salió del bar arrastrando el carro y siguió caminando en línea recta. Poco después, llegamos a la puerta del Hospital Gregorio Marañón. La gente se agolpaba a la entrada. Había tres ambulancias, varias sillas de ruedas, tres niños persiguiéndose entre risas y un señor con un enorme ramo de gerberas y claveles en tonos amarillos y rosas. 


Eve Arnold. Children in NY Hospital (1960)
Asunción entró al hospital. Sólo entonces se separó del carro y, vestida de enfermera, empezó a recorrer sus salas y pasillos. No hablaba con nadie ni entraba en las habitaciones. Sólo caminaba por los pasillos medio llenos, observaba a la gente, pasaba la mano por las camillas vacías y leía los carteles. Pasó allí al menos cinco horas. Parecía estar contenta, despreocupada. 

Al día siguiente volvió al mismo lugar y me di cuenta de que nadie parecía notar su presencia. La veían sin mirarla. No se dirigían a ella porque no les inspiraba confianza, era demasiado mayor para ser rápida o útil. No la temían, ni la acusaban. Ella se mimetizaba con el grupo de gente que vivía dentro de esas paredes blancas. Una población de familias quebradas, ancianos desvalidos, niños frágiles y parejas que han crecido de repente. 

No volví a seguirla. Tampoco volví a preguntarle si necesitaba ayuda con aquel carro donde sólo llevaba su uniforme. Un día, poco tiempo después de haberla espiado, me la encontré de vuelta, ya sin disfraz y cabizbaja. 

-Asunción, ¿ha cenado?- le pregunté.

-No, niña, todavía no. Ahora vuelvo de comprar, qué barbaridad cómo han subido los precios de la carne en el mercado-, contestó, señalando con la cabeza su excusa de cuadros rojos y negros.

-La invito a cenar, propuse.

Fuimos al bar debajo de casa. Las dos pedimos huevos fritos con patatas y volví a contarle que ya había terminado la carrera y trabajaba desde hacía varios años en un periódico.

-También hay que vivir. No te olvides de eso, guapa. - dijo La Huevo Frito mientras se limpiaba un poco de yema de la barbilla. 

9/10/13

El temps s'atura

Es algo tan fácil como esto:
enciendes las grietas de mi piel,
inventas países donde cruzamos nuestras piernas
como enredaderas. Estabas justo aquí,
en las arrugas blancas de algodón,
en el baile de los músculos sedientos,
en la risa que sacia, los dedos mojados.
Tan cerca que no puedo verte, sólo sentirte
en el eje de mis huesos.

Nuestros brazos son raíces simétricas.
Suenan deseos, coplas, radios viejas.
-Madeleine Peyroux tiene trato de favor-
Regamos los besos con chistes malos y dejamos
los tobillos tendidos al vacío.
Volvemos a nacer.

Por primera vez nos asomamos al futuro y rematamos
con puntos y seguidos los miedos más ingenuos
-no es temporada, aún, de escepticismo -
Entonces, durante dos o tres minutos, una frontera,
no, algo menos definitivo, la distancia, nos aleja.

Pero vivir es mojarse en olas de peligro.
Y además nuestras rodillas derechas se doblan
exactas cada noche. Debe significar algo esta
misteriosa coincidencia.
Recuerda que somos
el tiempo que nos queda.


3/10/13

Vivir es esto

Termina el verano
Huele a fruta dulce y tambores 
que adelantan el frío.
Te piso al bailar y te ríes.
Se te dibujan olas en los ojos cuando ríes.

Por el camino de arroz que nace detrás de la ciudad
hay gaviotas aterrizando encima de los surcos,
familias que gesticulan en las puertas,
ciclistas rasgando el mediodía azul y verde.
Me señalas las huellas de tu infancia
El colegio, la música, los amigos que se quedan, 
las escaleras donde matabais dioses y gobiernos,
donde aprendisteis a leer. 
Yo te he gritado que soy feliz ahora,
tu me has mirado como un niño.
Cuando duermes también pareces más pequeño.

El verano está casi callado
y en la playa templada sólo un hombre
pasea con muletas dejando atrás el horizonte.
Yo te dibujo eses en el cuello,
tu me llenas de besos las muñecas 
Vivir es esto.