Teresa Rodríguez, aspirante a secretaria general de Podemos en Andalucía, ha dado una clase sobre cómo se cocina una encuesta -en temporada de campañas elija usted una muestra manejable, añada 200 gramos de preguntas inocentes, remueva hasta darle mejor aspecto- en un vídeo en el que aparece manos a la obra: preparando una salsa de tomate entre los azulejos de su casa.
Confieso que, en el primer vistazo, el gesto me ha gustado. Por fresco y poco habitual, porque es una manera eficaz de transmitir, más allá de la cuestión política -las elecciones andaluzas- que Podemos está cerca de las preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos. Todo el mundo sabe que a los maltratados por las élites nos quitan el sueño la crisis, la corrupción y el punto exacto del tomate.
Pero he repasado la imagen. En jerga cocinera -y no es que sea Arguiñano, ya me gustaría- la he dejado enfriar. Y veo a una posible presidenta de la Junta de Andalucía que presume de hacer una política del cambio metiéndose en la cocina, un lugar que los estereotipos de género han reservado a la mujer durante siglos. Qué va, estás muy equivocada, es precisamente al revés: hacer política desde la cocina sirve precisamente para reírse de esos tópicos arcaicos, para superar la absurda división de tareas -la mujer a la cocina; el hombre, a trabajar-.
Puede ser. Cuando Syriza decidió no incluir a ninguna mujer en el gobierno, políticos españoles de Podemos y del PSOE lo criticaron y prometieron que, cuando llegaran al poder, terminarían con la discriminación de la mujer. Minutos antes juraron derrotar al ébola, al calor en verano y al frío en invierno.
No creo que la mejor forma de fomentar la igualdad sea hablar de política sobre un fondo de mujer cocinando. Tal vez sería más educativo y positivo a largo plazo trasladar el debate sobre el machismo que aún existe en nuestra sociedad -y del que la violencia de género es sólo la manifestación más cruda-a la agenda pública, al centro de la discusión, en vez de relegarlo a la pura escenografía, al ruido de fondo. Porque al final al vídeo bienintencionado de Rodríguez le acaba pasando lo que a la conversación de la pandilla de María Dolores de Cospedal y sus tacitas de café. Parece que se le está dando más importancia al decorado, nada casual en ninguno de los dos casos, que al mensaje.
Confieso que, en el primer vistazo, el gesto me ha gustado. Por fresco y poco habitual, porque es una manera eficaz de transmitir, más allá de la cuestión política -las elecciones andaluzas- que Podemos está cerca de las preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos. Todo el mundo sabe que a los maltratados por las élites nos quitan el sueño la crisis, la corrupción y el punto exacto del tomate.
Pero he repasado la imagen. En jerga cocinera -y no es que sea Arguiñano, ya me gustaría- la he dejado enfriar. Y veo a una posible presidenta de la Junta de Andalucía que presume de hacer una política del cambio metiéndose en la cocina, un lugar que los estereotipos de género han reservado a la mujer durante siglos. Qué va, estás muy equivocada, es precisamente al revés: hacer política desde la cocina sirve precisamente para reírse de esos tópicos arcaicos, para superar la absurda división de tareas -la mujer a la cocina; el hombre, a trabajar-.
Puede ser. Cuando Syriza decidió no incluir a ninguna mujer en el gobierno, políticos españoles de Podemos y del PSOE lo criticaron y prometieron que, cuando llegaran al poder, terminarían con la discriminación de la mujer. Minutos antes juraron derrotar al ébola, al calor en verano y al frío en invierno.
No creo que la mejor forma de fomentar la igualdad sea hablar de política sobre un fondo de mujer cocinando. Tal vez sería más educativo y positivo a largo plazo trasladar el debate sobre el machismo que aún existe en nuestra sociedad -y del que la violencia de género es sólo la manifestación más cruda-a la agenda pública, al centro de la discusión, en vez de relegarlo a la pura escenografía, al ruido de fondo. Porque al final al vídeo bienintencionado de Rodríguez le acaba pasando lo que a la conversación de la pandilla de María Dolores de Cospedal y sus tacitas de café. Parece que se le está dando más importancia al decorado, nada casual en ninguno de los dos casos, que al mensaje.