30/5/12

Cartas de amor abandonadas

A veces recojo papeles de la calle. Aunque me atemoriza que esta manía me acabe llevando a los brazos de Diógenes, he de puntualizar: mi delicada espalda de urbanita no se agacha por cualquier trozo mugriento de papel. Soy una sibarita de los deshechos que cortan dedos. Sólo me llaman la atención los textos manuscritos. La mayoría de las veces resultan ser chorradas. Algún número de teléfono. Ortografía con cierta manía persecutoria. Listas de compra con los pimientos tachados y la leche en mayúsculas. Cosas así. Pero algunos días me encuentro pequeños tesoros. O eso me parecen a mí. El domingo pasado, caminito de uno de esos banquetes familiares en los que salen fuentes de comida como conejos de chisteras, me fijé en que había un papel azul doblado en un banco. Y esto es lo que decía.


Repasemos la misiva porque tiene miga. 

Alex: 
Estoy muy contenta y agradecida por haberme encontrado este año contigo. 
Eres la única personita que me hace ir con una chispita de ilusión cada día a clase y me da ánimo y esperanza. Muchas gracias por hacerme sentir siempre bien. 
Lucy

¿A vosotros qué os parece? A mí al principio me insufló litros de ternura. Me imaginé a la tal Lucy. 10 años. Primer amor. Niña solitaria a la que sus compañeros tratan mal. Cargando una mochila rosa tamaño maleta ryanair y un estuche con la forma de un oso panda lleno de rotuladores secos. Pero tras los primeros segundos, recapacité. Una niña de 11 años en 2012 no escribe así de correctamente. Y me apostaría una oreja (y las mías son grandes) a que los mochuelos de esta edad piensan que Chispita sólo puede ser un perro blanco tamaño lilliput. Así que la ternura inconsciente fue sustituida por un bufido de enfado. Estoy casi segura de que la tal Lucy tiene al menos 16 años. Una de las pistas clave es un logrado y extremadamente cursi dibujo de unas flores que acompaña la carta y que vosotros no véis porque el zoom es así de paradójico, oculta información. Pensé: ¡Diantres! 16 años, dos diminutivos y una cara sonriente. Lucy está muy verde en esto de las cartas de amor. A Lucy alguien tiene que explicarle cómo se escribe una carta de amor. Consejos básicos. Encabezamiento. Contar una historia. Emoción. Un poco de erotismo.  Revelación de secretos. Algo como a que no sabes dónde he vuelto hoy, donde solíamos gritar. Pensé, también, que deberíamos escribir muchas más cartas de amor. Simplemente por el placer de recrearse en palabras llenas de fuerza y de ilusión. Y por la alegría de guardarlas en un cajón secreto y repasarlas al cabo de los años. Porque el romanticismo es como lo que dice tu madre de las gambas: ¡Deja, deja, que siempre te dejas lo mejor! 

En Alex no me entretuve mucho. Me pareció un cretino de tres pares de orificios por haber dejado la carta ahí abandonada, a punto de achicharrarse bajo el sol. Mi hermana dice que tal vez no la olvidó, que puede que a Lucy le entrara en el último momento el pánico escénico. Sea como fuera, Lucy, querida mía, si me estás leyendo te invito a un café y te enseño mis cartas de amor. Será el principio de una larga amistad.  

28/5/12

Estelas en la mar

Mi abuela María estuvo tres años seguidos sin salir de casa. Ella tenía 18 años, vivía con su madre y sus abuelos. Su padre se entregó para salvar a su hijo, que se fue a Madrid para aprender cómo se utiliza una guerra. Pero mi abuela estaba en casa. Cuidaba animales pequeños. Tenía un vestido de los domingos y ningún libro. Escuchaba las historias de su abuela. 19. 20. Años. Suplicaba a los relojes que avanzaran, sin saber que en la carretera los cadáveres guardaban también relojes en los bolsillos.

¿Qué son tres años, María?-me dice ahora

De 1936 a 1939 España sangraba muerte y hambre, lloraba hielo negro y escarcha y no había caminos que andar. Pero tres años no son nada, María, me dice mi abuela.

¿Cómo supo que el futuro puede ser de otra manera, a pesar de que tardó tres años en enterrar a su padre?
¿Cómo pudo volver a llenarse de risa para tapar los alaridos que escuchaba de la cárcel cercana?

Y sólo entonces comprendo que todos nuestros miedos son como enormes estatuas de sal. Hay que seguir hacia adelante. En algún momento aparecerá el mar.

4/5/12

Diario de Nueva York


Tengo un problema con las citas. Me obsesionan. Por extraño que parezca, la explicación a esta enfermedad, cuyos síntomas aparecen en todos los textos que escribo en el periódico, está en American History X (obra maestra). Hacia el final de la película se escucha la voz en off de Danny, el hermano pequeño de Derek. Está escribiendo su ensayo para el instituto, en el que viene a decir que se ha dado cuenta de que no merece la pena pasarse la vida cabreado y en ese momento se escucha algo así:

Dereck dice que siempre viene bien acabar un trabajo con una cita, dice que siempre hay alguien que lo ha hecho mejor que tú, que si no puedes superarlo, puedes robárselo y aprovecharte.  Así que he escogido algo que creo que le gustará: No debemos ser enemigos. Si bien la pasión puede tensar nuestros lazos de afecto, jamás debes romperlos. 

Mucha gente ha escrito maravillas sobre Nueva York, pero nadie la comprendió tan bien como Federico García Lorca.

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
 Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.

Así es esta ciudad. Despierta, inmensa, contradictoria. Con un arcoiris amarillo dejando su huella por los edificios de piedra. Ya hace dos días que volví y no me la puedo quitar de la cabeza. Sonará a algo que diría Julia Roberts en la típica comedia insulsa y adictiva, pero creo que una parte de mí se ha quedado para siempre en Manhattan o en algunas escaleras de ladrillo rojo. Por eso tengo la necesidad de dejar escritas las cosas que no quiero olvidar.

125, Columbus Avenue, dije al taxista. Y aquella máquina, con televisión en el asiento trasero, enfiló la autopista. Era de noche pero para mí era de día. Y entonces, de repente, aparecieron los rascacielos. Miraba por el cristal, maravillada y dije en voz alta lo que pensaba. ¡Estoy aquí, estoy aquí! Como cuando Jack Lemmon se repite en aquel tren ¡Soy una chica, soy una chica!

Mohamed (siempre hay una tarjeta en el cristal con el nombre del conductor, muy útil para entablar conversaciones), berbiendo a sorbos un café, se giró hacia mí Sorry...you said? Daba igual. Hola, capital del mundo. Pleased to meet you, at last. 


Recuerdo que al día siguiente amanecí a las siete de la mañana con los ojos tan abiertos como los de un felino hambriento. Acompañé a mi amable anfitriona a su trabajo, cerca de Madison Avenue. Café del Starbucks en mano, atravesamos Central Park. Hacía frío de invierno. Caminé por la Quinta Avenida. Allí estaba el escaparate donde Audrey Hepburn tomaba un croissant en el reflejo de un diamante de Tiffany's. Más adelante la catedral de San Patricks y el Rockefeller Center, una mole imponente del magnate del petróleo y sus dos conocidas esculturas. Atlas sosteniendo el mundo y Prometeo, el dios que salvó a los humanos enseñándoles cómo utilizar el fuego. Y me resultó entre mágico y obsceno encontrar tantas referencias mitológicas en un lugar que escupe oro.


Recuerdo la impresión al ver las grúas y el humo en el hueco que todavía queda en el World Trade Center e imaginar el otro humo de la muerte el 11S. Y después subir al ferry camino de Staten Island para ver más de cerca a la mujer de la antorcha, símbolo de la libertad. En su base de metal hay una inscripción de un poema de Emma Lazarus.


Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama es el relámpago aprisionado, y su nombre Madre de los Desterrados. Desde el faro de su mano brilla la bienvenida para todo el mundo.

De hecho, de 1886 a 1902 la Estatua de la Libertad funcionó como faro y su luz era tan potente que se veía a 40 kilómetros de distancia. En la cubierta del ferry, con un viento de mil demonios y los murmullos de un grupo de japoneses, intenté imaginar cómo se sentirían aquellos emigrantes europeos que llegaban a la costa de la Tierra Prometida. Y no me pareció algo ni lejano ni extraño.

Esa tarde fui al MoMA (Museum of Modern Art). En la quinta planta, en el segundo pasillo, me paré en seco. Después de verlo, escucharlo e imaginarlo en tantos libros, en boca de profesores, amigos y padres, allí estaba: Las señoritas de Avignon. No tengo muy claro por qué tiene tal trascendencia en la Historia del Arte (algo me quiere sonar de que marco el inicio del cubismo) pero allí me quedé un buen rato mirándolo, perdida entre el rosa y las piernas puntiagudas, pensando que mientras la belleza pudiera guardarse en un lienzo de tres metros, todo lo demás sería menos malo.


Recuerdo Chelsea Hotel, casa de escritores, músicos y poetas, convertido en una ruina cubierta de andamios. La gente paseaba por la cercana High Line, una antigua línea de tren reconvertida en jardín desde la que se ven las entrañas de los edificios y, muy al fondo, el Empire State, al que no subí por una absurda rebeldía que todavía no he sabido interpretar. En Chelsea Market estuve hablando con la dueña de un puesto de bolsas de tela con frases (remítanse al primer párrafo, ya dije que estaba enferma). Me habló fascinada del Reina Sofía y me dijo que cinco días eran muy poco tiempo. También me recomendó un regalo para mi novio. La corregí en su error y luego hablamos de la nieve, pero de una forma poética, no como se habla del puñetero frío con el vecino del quinto.

Caminé por Blecker Street y desemboqué en Washington Square Park, donde tenía lugar una animada fiesta del perro salchicha (no confundir con perrito caliente, que también crecían por allí). Los dueños comparaban orejas, correas, dientes, y acariciaban cabecillas peludas. Entrañable y ridículo. Al lado, un tipo rubio tocaba bandas sonoras de película en un piano de cola y, en medio de los aplausos decía a los paseantes : Dejen de mirar a esos estúpidos perros. La música es más importante. Frase que provocaba la cólera de no pocos amos entregados. Yo estaba de lado del pianista, evidentemente, pero me pareció más prudente seguir caminando.

Pasé por canchas de baloncesto en las que sólo jugaban negros musculosos. Mientras hacía fotos sin pudor, un chavalín de gorra y casi dos metros de altura pasó por mi lado y me espetó un Hey, how're you doing? alargando mucho el doingSe que pretendía seducirme (mi aspecto guiri los tiene locos), pero a mí me recordó tanto a Joey en Friends que me entró la risa floja. Lástima. Podría haber tenido retoños mulatos la mar de monos. Y altos.

El domingo, llegó el momento cumbre del viaje. Muy de mañana puse rumbo a Harlem. Primera parada, Columbia University. Segunda parada, Facultad de Periodismo. Fundada por Pullitzer y probablemente la mejor del mundo. Que no es que estudiar periodismo sea una cosa difícil, nada más lejos. Pero si estudias aquí puedes entrar en cualquier medio de comunicación del mundo. Esto es así. Por ejemplo, gracias a Luna, la amiga que me alojó en su bonita casa del Upper West, conocí a otra chica, Rachel. Nada más acabar el master de periodismo en Columbia había empezado a trabajar en el programa 60 minutos de la CBS que, para los no entendidos, es como trabajar en la BBC o en Informe Semanal si tuviera una audiencia como Telecinco. La bomba, vamos.

El caso es que después de imaginar que descubría el siguiente Watergate (¿creíais que trabajar en El Mundo no iba a despertar mi ambición y mi esquizofrenia?) me dediqué a la tarea de encontrar una iglesia. Quería escuchar una misa gospel. Conclusiones básicas: Qué lastima damos los turistas acudiendo en masa al templo como si aquello fuera una sala de cine. Segundo: ¿saben ustedes el anuncio de las pilas Duracell? Bien, pues el catolicismo europeo es el conejo que se cansa, se duerme y se queda solo de solemnidad, y el americano es, quedándome corta, Usain Bolt con luces de colores. Aquello es la pera limonera.

Nada más entrar, unas negras vestidas de enfermeras, es decir, con traje blanco de chaqueta, me indicaron donde había un sitio libre. Afortunadamente, acabé dando con una iglesia en la que la proporción turistas/fieles era casi equilibrada. Llegué justo en el momento crucial de "Darse la paz". Una señora que estaba al lado del reverendo se lanzó el micro y gritó: Stand up! , stand up and tell your neighbour you love him! Así que la Iglesia entera se puso en pie y todo el mundo empezó a abrazarse como si se fueran mínimo a una guerra lejana. Y, a la par, algunos gritaban I love u! Nada de drogas, sólo música celestial. Yo observaba embelesada. Luego empezaron los cánticos y el rock 'n roll. Porque señores, había voces pero también había una batería y un órgano despertando del letargo. ¡Aquello era una fiesta! No es que entendiera mucho el discurso religioso, porque cada tres palabras se colaba un sonoro Amen, pero les juro que casi me convencieron de que tenía que revisar mi falta de fe.

Luego estuve paseando por Central Park. Allí estaban los estereotipos que me faltaba por ver. Las chicas de cuerpos esculturales matándose a hacer deporte. Las familias paseando a sus cinco perros. Los niños jugando al baseball. Llegué hasta el Metropolitan, la inmensidad de nuevo. Recuerdo una exposición de fotografías de desnudos que estaba más llena que el metro en Japón. Los que habían ido sólo por ver tetas eran los que se daban codazos y reían nerviosamente. La tontería es universal, gracias a Dios. También recuerdo las salas dedicadas al arte de Oceanía y África. Del techo colgaba una canoa de madera de por lo menos 20 metros. Y las máscaras, con aquella luz tan ténue, daban bastante canguelo, que es una palabra que hay que decirla más.

El día terminó en The Top of The Rock, osea en el piso 70 del Rockefeller Center. Subí hacia las seis de la tarde y allí me quedé hasta que se hizo de noche porque quería ver cómo se iluminaba el Empire State Building. También tengo otra obsesión con las puestas de sol. Es que me maravilla que en cuestión de segundos el cielo pueda cambiar tanto de color. ¿Ven que poco hace falta para hacerme feliz? Corran a decírselo a mi príncipe azul, hagan el favor.

Enfin, el caso es que allí estuve, en un banquito de madera, viendo cómo se hacía de noche y cómo aquel mirador se iba llenando de gente. A mi lado las parejas se hacían arrumacos y un francés que pronunciaba mucho la h discutía con el típico fotógrafo que hace las fotos-recuerdo los trucos para conseguir la mejor imagen. Recuerdo que sonaba Frank Sinatra en mi ipod, porque en algunos momentos cruciales de la vida sólo puedes confiar en los clásicos, y me sentí feliz y triste a la vez.

Podría seguir escribiendo de la ciudad que huele a grasa, azúcar y gasolina. Del metro, donde parece que en cualquier momento alguien va a sacar una pistola o un saxo. De las gorras de los policías y de los tacones brillantes. De la música del camión de los helados y los carteles verdes que indican las calles. Del puente de Brooklyn, las escaleras de incendios, los huevos al estilo Benedict, los camareros que se dedican a llenarte el vaso de agua con frenesí,  los cócteles desde las 10 de la mañana. De aquellos enjambres de ventanas acribillando la noche. Volveré, Nueva York, ya lo creo que volveré.

pd: Esta entrada esta inspirada, de alguna forma, en esta, genial por supuesto: Pongamos que hablo de Nueva York