15/4/09

Alexandro

Alexandro está tocando acordes con aires de folclore. Tiene la mirada perdida, la vista cansada y un jersey cosido y descosido con recuerdos. De vez en cuando, vigila la caja acolchada del teclado y cuenta las monedas de veinte céntimos.

En sus mejores días se atreve con grandes éxitos populares, porque sabe que entonces secuestrará más pares de orejas.

Pero en general, Alex, como todos le conocen, se ahoga en melodías desconocidas que suenan a herida abierta.

Lleva diez años sentado en el mismo lugar:

Plaza Elíptica. Correspondencia con la línea 11. Un pasillo interminable. Hormiguitas con ojeras que baten récords esquivando a otras tantas hormigas que avasallan.

Alexandro tiene los dedos cansados, toca seis horas seguidas, para más de quinientas personas que le dedican un par de miradas. Después de la música, en casa se pone las gafas de maestro y pasa las partituras mientras su hijo tartamudea con las teclas del teclado. Contiene el aliento mientras ve crecer los frutos del exilio.

Un día cualquiera a las 9 de la mañana, hay un vacío. No está el teclado, ni la butaca endeble: las manos de Alexandro y el eco se han callado. Al día siguiente tampoco, ni al siguiente.



Al tercer día, en el escenario de Alex hay un ramo de margaritas.

Y entonces, pocas horas después, llega Francisco, con una guitarra en la mano izquierda y un sobre en la derecha. Al final de la escalera mecánica, con los ojos enrojecidos, por el metro y la pena, desde la línea 6 avanzan Abdoulaye y Moussa, con djembés y otro ramo de flores. Bajan las escaleras Mariana y Mercedes, con rosas y lágrimas.

Se acercan, se miran a los ojos y ocupan las paredes invisibles del teatro bajo tierra. Y entonces, todos los pasajeros se van parando y observan el silencioso duelo. Devuelven a Alexandro todas las miradas que le debían.







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