30/12/16

La luz de 2016




Enero empezó en Fez, en una casa con una chimenea transformada en bodega y un sofá rojo largo como una piscina. Allí estaban viviendo mi hermana Carmen y Javi en su exilio temporal, beca mediante. Mientras él estudiaba documentos sobre las batallas del profeta Mahoma, mi hermana memorizaba su oposición envuelta en un albornoz polar a juego con el sofá. Por su casa pasaron en nueve meses más de 40 personas. Vimos Meknes, su mercado de carnes colgadas en ganchos y mosaicos de especias, visitamos las ruinas romanas de Volubilis, tomamos zumo de naranja en una plaza con vendedores de dientes y corros de niños, regateamos a un vendedor de alfombras y nos subimos en un taxi que conducía en sentido contrario.

El 5 de febrero Io me llevó a cenar a un restaurante justo encima de la esquina donde nos habíamos despedido nuestra primera noche. Entre plato y plato, sacó una cajita con un anillo y me preguntó que si me quería casar con él, aunque ya sabía la respuesta. Le había dicho que sí algunas semanas antes, en una taberna de Rascafría, con un palillo de madera convertido en anillo triangular, justo después de visitar un escenario de bodas. Habíamos empezado a organizar ese momento antes de proposiciones y anillos porque el romanticismo no está reñido con el pragmatismo. Al día siguiente cumplí 30 años y lo celebré en el Café Belén, entre mesas de mármol cubiertas de bocadillos de Rodilla. En mitad de la noche anunciamos a tarta y platillo que nos casábamos, porque el amor a veces necesita testigos que lo hagan inolvidable. Febrero terminó con un viaje a Logroño con Joaquín, Isa y Nimo. Nos bebimos todo el Rioja de la calle Laurel, fuimos a un karaoke de mala fama y dormimos en una casa de los años 70 con un bizcocho solitario en la cocina. Nos curamos la resaca con una cata de vinos, nos perdimos en carreteras secundarias en las que vimos faros y paramos a tocar la única nieve que ví en todo el año.

En marzo varios jefes de Estado decidieron cerrar las fronteras de Europa a los refugiados y devolverlos a un supuesto país seguro, Turquía. En los campamentos de Calais o de Idomeni los hombres se peleaban por un trozo de madera para calentarse o se cosían la boca en señal de desesperación. Pero aquellos que no tienen nada que perder siguen cruzando países enteros para llegar a la tierra prometida que nunca cumple sus promesas. 5.000 personas han muerto ahogadas en el Mediterráneo. Hay que sumar los cuerpos en el fondo del mar. La guerra siria cumplió cinco años, pero los que tienen capacidad para cambiar las cosas jugaron, de nuevo, la carta de la indiferencia. Tengo la sensación de que los resortes de la indignación se activan por motivos cada vez más peregrinos pero en verbalizar nuestro inconformismo de escaparate acaba todo.
 
Viñeta de Hani Abbas
En abril vimos florecer los primeros cerezos del Valle del Jerte y visitamos Granadilla, un pueblo abandonado por la construcción de un embalse que nunca se levantó. Las casas de colores, vacías, como un parque de atracciones en miniatura, despuntaban en mitad de un paisaje verde y mojado que no esperábamos en Extremadura.  

En mayo el enésimo ERE de El Mundo nos llevó a la huelga y a cerrar por primera vez la edición impresa. Durante un día volvimos a creer en el poder de la acción colectiva. Pero los periodistas somos tan nostálgicos que el presente siempre nos pilla dormidos. Mientras seguíamos enzarzados en el debate entre el periodismo gratis y el de pago, entre papel e internet, nos alcanzó otra guerra, la que se libra entre la verdad y la manipulación, en la que la emoción se impone a los hechos. Una batalla en la que el público desconfía de los medios  y sólo quiere leer contenidos que le reafirmen en sus opiniones.

En junio fui vocal de una mesa electoral. Al principio fue emocionante; leímos las instrucciones de la democracia, organizamos nuestros roles, comimos los churros que traían los del Partido Popular, disfruté pidiendo el DNI a todos mis vecinos y aplaudí cuando nos entregaron nuestros 63 euros de dieta. La decepción empezó al leer en voz alta los votos y comprobar que vivo en un barrio muy de derechas. Creo que el desencanto se ha vuelto a apoderar de nosotros. A este país le había costado años desatascar las tuberías de la corrupción, articular nuevos partidos, transformar las plazas llenas en propuestas y en 2016 hemos vuelto a desconfiar de todos los políticos.

Un día de julio fui al Juzgado de Paz de Benetusser (Valencia), para publicar un edicto que informaba de nuestra  boda por si algún vecino del pueblo tenía algo que decir. Un pequeño inconveniente burocrático que a punto estuvo de impedir que nos casáramos. En el Registro Civil, cuando me eché a llorar por culpa de tanto papeleo inesperado,  Io me cogíó del hombro y me dijo: “Esto te pasa por casarte con uno de pueblo”

En julio fuimos a Menorca, sorteamos turistas por las callejuelas medievales de Ciudadela, nos bañamos en sus calas transparentes y en sus atardeceres nocturnos. Uno de aquellos días me llamaron del periódico para decirme que iban a reabrir la corresponsalía de París “¿Te gustaría presentarte al puesto?” Todos tenemos un sueño pendiente. Uno de los míos -algún otro es secreto- era éste. Por ingenuidad, me tomé la propuesta como si fuera a hacer las maletas al día siguiente, pero la intriga duró poco. El que cogió el avión fue Enric González, ex corresponsal en casi todas las capitales de Occidente. Para consolarme pienso que a veces sobrevaloramos los sueños de adolescencia guardados en cajitas por las que no pasa el tiempo. Pero al crecer empezamos a valorar cosas que no están hechas de ideales, que se tocan y que echaría mucho de menos si estuviera lejos.

En agosto subimos al norte. El sobrino de Io descubrió que en el Cantábrico hay olas y que la leche sí le gustaba. Jugamos al basket, comimos sobaos, y nos maravillamos con una chica bajita pero musculosa de 19 años que se llamaba Simone Biles y que volaba. Ese mismo mes vimo a Omran, un niño sirio cubierto de polvo, otro símbolo perecedero. El pequeño había permanecido quieto durante un largo tiempo, a pesar de estar cubierto de sangre, hasta que vio a sus padres. Entonces rompió a llorar.

Omran, 5 años. Aleppo Media Center.
Los primeros días de septiembre fui a Lisboa por mi despedida de soltera, con mis mejores amigas y mi hermana. Allí nos esperaba Aitor, portugués de adopción, que hizo de maestro de ceremonias del viaje. Hablamos mucho, de amor y de mujeres valientes sin complejos, fuimos a la playa y a un chiringuito de bomberos voluntarios y comimos bacalao en todas sus variantes. Ester no pudo venir y luego me contó la razón. Estaba embarazada. El primer bebé del grupo es niño y viene de París, de verdad.

El 17 de septiembre nos casamos. Al llegar a la finca en Navalagamella y ver a Io esperándome, a lo lejos, rodeado de todos nuestros amigos, comprendí lo que estaba a punto de pasar. Mi madre - se le clavaban los tacones en el césped y a mí me entraba la risa floja- me llevó del brazo hasta la ceremonia mientras Carmen, David y sus hijos tocaban Smile. Luego dije “sí, claro” en vez de “sí quiero”, nos dimos los anillos y firmamos un papel que es mucho más que un papel, por mucho que digan. Si tuviera que elegir una imagen, sería esta: los dos, con gafas de plástico rosa y collar hawaiano, bailando entre las mesas del salón La vida es un carnaval. En los postres, mi hermana nos hizo llorar con muy pocas palabras. Luego, mientras la banda iba tomando posiciones, apareció Io por unas escaleras y tocó con ellos La vie en rose al trombón. Me quedé boquiabierta mirándole muy de cerca. Le besé, hacía viento, todo el mundo bailaba. A la mañana siguiente, como si el sueño se resistiera a terminar, nos despertamos en una casa llena de jarrones con flores rosas y amarillas y un ejército de golondrinas de papel. (Fue una boda de manualidades).

Entre finales de septiembre y principios de octubre descubrimos Japón. Akio, un jubilado de 70 años que hablaba muy bien español nos enseñó Tokio un día lluvioso, nos habló de la relación de los japoneses con la naturaleza, del respeto hacia el otro, nos habló de su amor por España y de cómo se había emocionado al ver la estatua de La Violetera en Madrid. Nos llevó a comer y nos enseñó a coger los cuencos y los palillos, nos hizo un montón de fotos al grito de “¡Dos modelos, dos modelos!” y nos hicimos amigos. En Nikko vimos máquinas expendedoras en mitad de la nada, en Takayama dormimos sobre un tatami y un caminante nos regaló papel de origami; en Kioto nos sentimos como en una película de gángsters en Gion y nos perdimos en una montaña llena de toris rojos como hilos de lava, visitamos el museo de Hiroshima y comimos sushi, ostras y ramen por encima de nuestras posibilidades, subimos a rascacielos y al desván de una casa de paja y volvimos idolatrando a los japoneses: ordenados, eficientes, modernos,  serviciales. A la vuelta, en Madrid, seguíamos inclinando la cabeza. 

Fushimi Inari Taisha y Gion (Kioto).
En octubre el PSOE se transformó en una obra de teatro del absurdo, con papeles estelares de Pedro Sánchez el atormentado, Susana Díaz, la bruja maléfica y Borrell como Pepito Grillo. Vimos Tarde para la ira y Sing Street y nos enganchamos a la serie de policías corruptos Line of Duty. Fuimos a Cuenca para celebrar los 64 años de mi madre y dormimos en una casa preciosa de Villar del Maestre, un pueblo diminuto en el que había chopos amarillos y un señor quemando rastrojos.  

En noviembre murió la madre de Isa. Nunca se sabe qué hacer para calmar un dolor así. La abrazamos muy fuerte y nos obsesionamos por darle de comer como si frente a una muerte injusta y prematura sólo se activaran nuestros instintos, la pura supervivencia. Ella es delgadita pero es muy valiente y aunque la tristeza no se apaga del todo, al final del año un chico (delgado y valiente) le ha hecho recuperar la sonrisa. Y yo también sonrío porque es amigo mío y se conocieron en mi boda. En Estados Unidos ganó las elecciones un millonario que se vende como antisistema aunque es la encarnación de los peores vicios del sistema. Donald Trump, misógino, racista y futuro presidente del país más poderoso, representa el triunfo de la mentira (ahora llamada post-verdad) y otro fracaso más de las encuestas y de todos los expertos y periodistas que anticiparon su derrota. Igual que ocurrió con el Brexit. En noviembre también murió Leonard Cohen, el elegante hombre del sombrero, vital hasta el último momento. Para mí, el verdadero merecedor del Premio Nobel de Literatura. Sus canciones, que me descubrió mi padre, seguirán poniéndome la piel de gallina.

En diciembre fuimos al teatro y a un coro de gospel, leí los cuentos de Lucia Berlin y vi Paterson y María y los demás, historias de soñadores silenciosos y felices. En la ya clásica cena de pre-Navidad fuimos 13 y, aunque no creemos en las supersticiones, quemamos cada uno tres deseos en una olla, antes de jugar a adivinar películas. El núcleo Crespo-Zaragoza pasó por algunos malos momentos de salud pero estoy segura de que el nuevo año traerá (más horas) de luz. Como escribió Cohen: "Hay una grieta en todo, así es como entra la luz".

30/12/15

Un año más

A finales de enero dormimos en Berlín en una casa que tenía en la entrada butacas de cine para descalzarse y ventanas que daban a un cementerio judío nevado. Mientras tu trabajabas yo me refugié en el museo de la RDA donde descubrí la afición por el nudismo de los alemanes del este. Fuimos a la presentación de un libro sobre expatriados españoles cansados de serlo y en los canales de Kreuzberg maquillados de bicicletas quietas entendí por qué te duele la ciudad donde has vivido 15 años.


En febrero fuimos a enterrar a mi abuela Julia a Torrelavega. Mi tía había hecho recordatorios con una foto suya y unos versos de mi padre, su hijo. Y de qué forma se han aniñado / los ojos que vigilan maternales / la expedición de un niño por los pinares / mientras llegaba tan despacio el mediodía / de agosto en la Ribera. Llovía muchísimo. Repartimos las cenizas sobre la tierra mojada y plantamos encima hortensias rosas. Al llegar a casa la llave no abría así que improvisamos una acampada de protesta mientras venía el cerrajero. Minutos después descubrimos que no había agua caliente;  el técnico de urgencia liquidó también la calefacción. Dormimos envueltos en mantas como canelones que tiritan y luego fuimos a desayunar al Sardinero en el mismo momento en que se levantaba un huracán. Decidimos adelantar la vuelta a la meseta.

Enseguida llegó marzo y Rafa y Alicia volvieron a abrirnos las puertas de su casa en Mallorca. Buscamos conchas en la playa, comimos arroz, por supuesto ensaimadas, y nos metimos por dirección prohibida buscando una farmacia para Carlota, que lloraba porque los huesos a veces le crecen demasiado rápido, como al protagonista de Big Fish. En marzo me dieron una columna en el periódico y la llamé Jóvenes y Malditos (con los años me estoy volviendo una sentimental). La primera la titulé El cielo de Madrid y era una historia corta, mitad esperanza,  mitad nostalgia, como casi todas las que escribí después.

El 24 de marzo un avión chocó contra los Alpes franceses. El copiloto se había suicidado y había matado a 144 pasajeros. Durante días nos preguntamos dónde nace la locura, hasta dónde llega, si se puede detectar antes de los trozos de alas y muerte en las rocas. Si alguna vez tuvimos (algunas) respuestas, la actualidad iba a volver a dejarnos mudos.

En abril nos visitaron Raúl, Arantxa, Violeta con sus dibujos de flores y Ferrán con sus palabras inventadas. En el periódico me tuve que encargar de los encuentros digitales, que consisten en invitar a gente que está promocionando algo -o a sí mismos- y pasarles preguntas de lectores curiosos (le cogí cariño al que preguntaba a todas las mujeres si tenían cosquillas).  Fue polémica la visita de Iñaki Rekarte. No adiviné si miraba con odio, arrepentimiento o soberbia, pero creo que dejarle hablar no era comprenderlo, ni perdonarlo.

Plaza redonda de Lucca, y Florencia la nuit. 
En mayo me llevaste a la Toscana, a las calles medievales de Lucca, desiertas bajo la lluvia, y su plaza redonda de fachadas amarillas escalonadas. Subimos a la Torre Guinigui, coronada en la cumbre por un jardín de encinas. Cenamos el mejor risotto de Italia y construimos una muralla de almohadas en una cama con dosel, conquistada. En Florencia recorrimos los Jardines de Bóboli, nos hicimos pasar por estatuas y vimos atardecer en los puentes del Arno. Acribillados por mosquitos llegamos a Bolonia, la ciudad rojo vino, ladrillo y comunismo. Antes de volver, repartimos en la maleta triángulos de parmesano que nos duró la primavera entera. En las elecciones municipales nos dijeron -nos dicen, todavía- que el cambio no es suficiente excusa para la alegría, pero en casa aplaudimos cuando se fue por fin la impresentable Rita Barberá, cuando llegaron Carmena, Colau, las Mareas gallegas.

En junio fue la despedida de soltera de mi hermana y con una furgoneta decorada con broches de penes y guirnaldas de verbena llegamos a Granada. Dormimos en una casa llena de puertas con las mismas vistas que el mirador de San Nicolás, comimos miel con berenjenas (en esa proporción) en un bareto de azulejos y pescado frito en un chiringuito en Salobreña, donde un tipo insistente nos cantó todo su repertorio mientras las sombrillas volaban por los aires. Esos tres días asistí a un maravilloso teatro inesperado en el que las mejores amigas de mi hermana desnudaban sus miedos y sus sueños, preguntaban con una franqueza arrasadora y hacían reír a la futura esposa.  A mediados de mes fuimos al Festival de les Arts en Valencia, también un par de días a Sigüenza, donde sólo había curas y una orquesta de pueblo (a ti te traen recuerdos) enfrente de una iglesia.


El último día de junio me dijeron en la redacción que no volviera hasta septiembre, tenía un contrato fijo discontinuo. El Mundo publicó meses después un editorial sobre “la perversa fórmula del despido por vacaciones”. Aquellos días estuve a punto de cambiar de periódico y me pregunté por qué hemos convertido en tabú el trabajo, por qué acumulamos frustraciones en silencio. Me han hecho falta cinco años para comprender que soy la única persona que puede salvarme. (En agosto firmé mi primer contrato indefinido).

El sábado 4 de julio se casaron mi hermana y Javi. Se habían conocido siete años antes en una Nochevieja. Javi siempre ha contado que ella se le insinuó y Carmen siempre ha defendido que sólo se apoyó contra la pared mientras hacía cola para el baño. Con 37 grados a mediodía, en el parque de Fuente del Berro, dijeron “sí” y se besaron como cualquier otro día, pero con pajarita él y un vestido corto blanco, ella. Las madres lloraron -los dos padres no están- y yo pensé que mi hermana crecía muy deprisa y le miré los dedos meñiques para confirmar que siguen siendo gorditos como los de una niña. Por la noche nos pusimos los vestidos largos, bailamos en la calle con un grupo de dixieland y comimos tarta. 

Días después nos fuimos a Bretaña. Allí los árboles se comen el cielo y  las flores tienen colores tan vivos que es fácil entender por qué Monet o Gauguin fueron allí a pintar. Vimos la costa de granito rosa de Perros Guirec, con rocas con forma de botella, de osos tumbados, de sombreros. Nos alimentamos a base de sidra y crêpes y el tiempo se paró en Dinan, en aquella habitación enfrente del río. Bajamos en tren hasta San Sebastián y vimos a Jamie Cullum, que nos cantó que basta con hacer feliz a una sola persona. Ser feliz es fácil contigo.

Finisterre en Francia (Pointe du Raz), Hortensias en Locronan, y las rocas de Perros Guirec.

Agosto amaneció en Mallorca (dejémonos de tonterías, hay que instalarse allí). Buscamos la cala Virgili, como tu nombre, pero estaba poblada de avispas, algas secas y peces presuntamente asesinos, así que fuimos a la cala Rafalino, llamada como tu amigo, transparente, vacía, hecha para nosotros. Brindamos con vermú y jugamos al UNO y a ser dueños cada uno de una casa de piedra en la orilla de Banyalbufar.

El día 15 fuimos a Aranda de Duero con Pablo y Blanca (también andaban por allí el trío enciclopedia indie formado por las hermanas Bravo y Sandra). Os mostramos el mapa del Sonorama: aquí la Plaza del Trigo, allí el bombero que echa agua, los baños de la muerte, la moneda de cambio, el pinar para las Quechuas. Marga se fue a vivir a Berlín porque España no quiere a los arquitectos y me sentí orgullosa de que acogiera unos días a tres chicos sirios que huían de la guerra. 

El día 21 cumpliste 38 años, cada vez me gustan más cosas de ti. Que hables a los objetos como si fueran personas, tu curiosidad, tu arroz al horno, que defiendas que un partido lo tiene que ganar el mejor -aunque, en lo más profundo, eres del Barça- cómo me miras, cuánto me conoces.

En septiembre la foto de un niño de dos años muerto en la costa de Turquía dio la vuelta al mundo. Se llamaba Aylan y se convirtió en un símbolo de la tragedia de los refugiados y de la parálisis de los gobiernos. Cuatro meses después cada día más de 40.000 personas huyen de sus casas, es la mayor tragedia humanitaria desde la 2ª Guerra Mundial. Pero les dejamos morir en la guerra y en el camino que escapa de ella. Ya no salen en los periódicos porque tenemos la memoria muy corta y los ojos anestesiados al dolor ajeno (y lejano). Y así somos más manipulables, menos dueños del mundo.

Una mañana de octubre, al salir del gimnasio, me llamó mi hermana y me dijo entre lágrimas que Ángel había muerto la noche anterior.  Ángel y su mujer Ana son amigos de mis padres desde la Universidad. Habían viajado, crecido y aumentado las familias juntos. Ángel era arquitecto, ya se había jubilado y ahora hacía un curso de orfebrería. Dibujaba, construía joyas preciosas, se peleaba por las croquetas y era una de las personas más buenas que he conocido. Todas las Nocheviejas, desde que mi padre murió hace casi 12 años, Ana, Ángel y su hija Ana -también arquitecta exiliada, en Suiza-han venido a cenar con nosotros. Pasado mañana vendrán ellas, también el novio alemán de Ana y espero que volvamos a hacer las cosas que le gustaba a hacer a Ángel: reírnos con José Mota mientras preparamos las ensaladas, contar los langostinos que nos tocan a cada uno y quitarle las pepitas a las uvas.

El día 13 de noviembre varios terroristas -hombres convertidos en bombas- asesinaron a 129 personas en París. Dispararon a sangre fría contra los espectadores de un concierto. En la sala Bataclan mi amiga Ester perdió a un amigo. No supe qué decir para calmar su dolor ni su miedo, un miedo capaz de extenderse por todos nuestros pensamientos. El miedo no protege de ninguna clase de muerte.

En diciembre fui de viaje a las Azores, un archipiélago en el que hay más vacas que personas y donde cada día se dan cita las cuatro estaciones. Conocí a un ballenero jubilado que había robado algún diente de marfil y a Genuino Madruga, un tipo arrugado que había dado dos veces la vuelta al mundo y ahora tiene un restaurante. Vi un volcán de menos de 50 años, piedras de lava a las que llamaban bizcochos y bosques que se hacían de noche en la segunda hilera. 

Arriba, el mar entre Faial y Pico; el volcán de los Capelinhos (resultado de una erupción en 1957), y abajo, Pico, el punto más alto de todo Portugal. 
El día 19 celebramos la tradicional cena de Navidad en casa, a botella de vino por cabeza, y a punto estuvo de estallar una guerra cuando salió a relucir el disputado voto del día después. Nos salvó una llamada por Skype a Miami para conectar con el perfecto mediador, Aitor. Por supuesto, jugamos a las películas -difícil superar lo de Chiquito de la Calzada y Krámpack- y cerramos la noche escribiendo propósitos en papeles que quemamos en una cacerola. Sospecho que alguno de nosotros escribió la palabra anarquía: explicaría este lío de pactos, ofertas, contra ofertas y empates de película (no sé si muy mala o muy buena).

Mi deseo para el año que viene es un poco conservador, será que me acerco a los 30. Me gustaría convertir en costumbre algunas cosas: seguir yendo a clases de swing, a conciertos de todos los géneros, ver bosques o playas una vez al mes, cocinar para los amigos dos o tres veces al año, leer, caminar, besar, criticar (esto es muy sano) y desear (esto, más) cada día.  Además de tradicional, voy a ser egoísta. Quiero que las personas que me han hecho reír estén más cerca y se queden más tiempo. Al final, maldita sea, todo es cuestión de tiempo. Habrá que aprovecharlo.

3/2/15

Aquí hay tomate

Teresa Rodríguez, aspirante a secretaria general de Podemos en Andalucía, ha dado una clase sobre cómo se cocina una encuesta -en temporada de campañas elija usted una muestra manejable, añada 200 gramos de preguntas inocentes, remueva hasta darle mejor aspecto- en un vídeo en el que aparece manos a la obra: preparando una salsa de tomate entre los azulejos de su casa.

Confieso que, en el primer vistazo, el gesto me ha gustado. Por fresco y poco habitual, porque es una manera eficaz de transmitir, más allá de la cuestión política -las elecciones andaluzas- que Podemos está cerca de las preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos. Todo el mundo sabe que a los maltratados por las élites nos quitan el sueño la crisis, la corrupción y el punto exacto del tomate.

Pero he repasado la imagen. En jerga cocinera -y no es que sea Arguiñano, ya me gustaría- la he dejado enfriar. Y veo a una posible presidenta de la Junta de Andalucía que presume de hacer una política del cambio metiéndose en la cocina, un lugar que los estereotipos de género han reservado a la mujer durante siglos. Qué va, estás muy equivocada, es precisamente al revés: hacer política desde la cocina sirve precisamente para reírse de esos tópicos arcaicos, para superar la absurda división de tareas -la mujer a la cocina; el hombre, a trabajar-.

Puede ser. Cuando Syriza decidió no incluir a ninguna mujer en el gobierno, políticos españoles de Podemos y del PSOE lo criticaron y prometieron que, cuando llegaran al poder, terminarían con la discriminación de la mujer. Minutos antes juraron derrotar al ébola, al calor en verano y al frío en invierno.

No creo que la mejor forma de fomentar la igualdad sea hablar de política sobre un fondo de mujer cocinando. Tal vez sería más educativo y positivo a largo plazo trasladar el debate sobre el machismo que aún existe en nuestra sociedad -y del que la violencia de género es sólo la manifestación más cruda-a la agenda pública, al centro de la discusión, en vez de relegarlo a la pura escenografía, al ruido de fondo. Porque al final al vídeo bienintencionado de Rodríguez le acaba pasando lo que a la conversación de la pandilla de María Dolores de Cospedal y sus tacitas de café. Parece que se le está dando más importancia al decorado, nada casual en ninguno de los dos casos, que al mensaje.