27/9/11

Entre cuatro paredes


La primera es una historia desesperada, la segunda una historia de valientes inconscientes, la última, un desencuentro en la frontera. Y las tres ocurren entre cuatro paredes.

La historia de Lourdes apareció esta mañana en la página 16. Ella pasa los días en una silla de ruedas y necesita oxígeno. Su marido tiene una enfermedad que le impide trabajar. “No hay rabia ni hay miedo. No hay tristeza ni autocompasión”, escribe Pedro Simón. Sólo hay 36 céntimos en la cuenta del mismo banco que les reclama más de 200.000 euros. Mañana, cualquier mañana, se quedarán sin casa.

Francisco, su hermana María y un tal Javier buscaban un techo y se lo robaron al banco.  Olisquearon para encontrar casas sin dueño de carne y hueso en un pueblo de Andalucía. Empaquetaron la intimidad que habían desperdigado por ahí y se presentaron a los vecinos atónitos para alejar la mala fama de okupas desordenados. “Hay más casas vacías esperando familia”, cuentan. Puede que cunda el ejemplo y esas propiedades que han engullido los bancos indignos se llenen de personas que reclaman el derecho a una vivienda, aunque no sea digna.

Entonces me han entrado unas ganas locas de abrazar las paredes blancas de gotelé de la Calle Cartagena número dos sexto derecha. Mi casa es un escondite y un salvavidas, es el lugar dónde todo lo importante ha nacido, crecido y muerto. Es un mapa de mi pasado y una salida de emergencia. Aquí está el olor del desayuno y el tacto de las cortinas que dejan pasar el sol de por las tardes. Los libros, las fotografías, las fiestas, las promesas, las peleas, los gritos y hasta el rincón secreto donde se guardan los billetes de 100 euros.

Tengo la enorme suerte de poder tocar estas paredes. Puede que un día no tenga nada mío salvo a mí. Pero eso no es lo que me ha dado miedo. Lo que de verdad me ha acojonado es que haya tenido que leer en los periódicos dos historias sobre personas sin hogar para darme cuenta de que vivo aislada sin preguntarme qué pasa a mi alrededor, en el piso de abajo, dos casas más allá, en aquel barrio, en esta ciudad. 

Y aquí viene la tercera historia, no me había olvidado. Esta la ví ayer en el cine. Se llama El hombre de al lado. Cuenta cómo un diseñador gafapasta con mucha pasta se levanta un día con el sobresalto del taladro del vecino que quiere hacer una ventana en su casa. Los dos se pasan las dos horas discutiendo sobre un hueco en la pared que para uno es una violación de la intimidad y para otro la única posibilidad de tener un poco de luz. Cuando acaba la película, el espectador se da cuenta de que se están separando para siempre dos absolutos desconocidos que fueron incapaces de salvar los tres metros de aire que les separaban. Así que así me he sentido hoy. Rodeada de desconocidos que de vez en cuando gritan auxilio a través de los periódicos para aferrarse a su hogar. 

2 comentarios:

moonriver dijo...

Desgraciadamente, nunca sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos.

AC dijo...

ahora, con los viajes más veloces que la luz y la posibilidad de volver al pasado siempre podremos regresar a desayunar a casa

Aunque conozco a varios que más que medir la velocidad de micro-cosas les hubiese gustado que buscasen un crecepelo, o una pastilla anti-resaca que funcionase de verdad... ¡la ciencia está mal enfocada!