19/12/10

Del amor y otras desgracias

Los autobuses han llegado para salvarnos. O, al menos, para salvar mi maltrecha imaginación. He sido otra vez testigo de la locura del ser humano en un autobús. Era el número 146, Gran Vía hacia abajo. Unas doscientas personas respiraban aliento ajeno, mientras estrujaban bolsas, abrigos y barrigas blanditas.

Estaba de pie, agarrada a una de las barras grises luchando por un espacio vital. Delante de mí, una mujer con labios prominentes pintados de rosa y unos zapatos con forma de barco cogió el móvil.

-Mamá, una cosa más. Mira encima del equipo de música, ¿ves que hay un papelito blanco? ¿Sí? Dime el número de teléfono. 677..espera...850 432. Gracias, luego te llamo.

Cuelga. Vuelve a marcar.

-Hola, buenas tardes ¿Eres Jimmy? Hola, soy Teresa. Mira, te llamaba por el tema de la boda para conseguir papeles. (....) Sí, me gustaría hablar contigo. (...) Bueno, podemos vernos, me expones tu situación (....) ¿Mañana? (...) Pefecto, te vuelvo a llamar y vemos cómo quedamos para conocernos y hablar (....). Gracias, Jimmy. Hasta luego.

Cuando colgó, mis ojos se habían alejado un poco de sus órbitas. Ella, en cambio, miraba al frente aparentando estar cuerda. Esta vez, las preguntas en mi cabeza eran tantas y tan importantes que a punto estuve de planteárselas a esta extraña mujer, pero en este tipo de situaciones límite la timidez me acaba bloqueando. ¿Pretende usted casarse sólo para que consiga papeles? ¿Quién es Jimmy? ¿Ha puesto un anuncio en Internet, como quien alquila un piso? ¿Le importa a usted algo preservar su vida privada? ¿Sus conversaciones son siempre igual de interesantes? (quizá podríamos intentar coincidir más en el autobús).

En fin, el caso es que cuando bajé de nuevo a las calles heladas me puse a pensar sobre el curioso incidente. Y de oca en oca, aunque podría haber acabado pensando en la inmigración, acabe dándole vueltas a eso del amor.

La historia no acaba aquí. Ayer por la noche, en un atestado (de nuevo) bar de Tribunal, durante una cena de reencuentros y demasiada sangría, otros muchos celebraban la Navidad a ritmo de tragos y risas. En un momento dado, un chico y una chica se quedaron de pie mentras todo su grupo seguía sentado. Y a alguien se le ocurrió gritar : ¡Que se besen! !Que se besen! En los siguientes minutos, la frase se convirtió en el grito de guerra de toda la sala. Se extendió de mesa a mesa. Y me pareció, aunque parezca extraño o quizá forzadamente literario, que esas palabras convertían aquel bar de fritanga y migas de pan en un lugar un poco más decente. No soy la única tonta que pierde el tiempo imaginándose que encontrará el amor. Todo el mundo lo hace, aunque pocos se atrevan a decirlo.




1 comentario:

Yeamon Kemp dijo...

Viva el transporte público (!)
Y las conversaciones de incumbencia universal y surrealistas (!)

Así podemos reír un poco, al menos.