Allí, los ancianos se acercan a la ventana para ver la vida encenderse y apagarse y se quejan del horario de comidas. Y esperan, en las butacas mullidas de la entrada, a que alguien les lleve a saborear el aire, diez minutos o diez días. Cuando se hace de noche por los pasillos resisten un par de locos que han perdido la cabeza o la memoria. Que piden cosas imposibles y se remontan a épocas doradas más lejanas que el Oeste.
Así que, en realidad, lo del olor es lo de menos.
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Daniel Seung Lee |
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