Para Io
El alcalde de Villafortuna leía el Tratado de Anatomía de Henri
Rouvière todos los martes y jueves por la noche. Tenía debilidad por las
páginas sobre el sistema reproductor y el cerebral. Los demás días de la
semana Alberto Silbado, que no tenía brazo derecho, hacía el amor con Fátima Reina. Alberto se sentía el hombre más afortunado del mundo por
seguir practicando el sexo con su esposa igual que cuando se dieron el
“sí quiero” en la iglesia de San Segundo. Aunque a veces odiaba el pequeño
muñón de su hombro derecho. Nadie sabía cómo había perdido el brazo.
De
este erotismo hercúleo había nacido Javier. Tenía 18 años, una espalda fuerte y
muchos amigos. En las Nochebuenas causaba furor con su teatro de sonidos
animales que terminaba con un bis del elefante y miguitas de polvorón
haciéndole un Miró en la pechera.
Todo
Villafortuna creía que era feliz. Pero Javier tenía un problema. No veía un
pijo, ni tres en un burro. ¡Ni torta! Él quería ser piloto de avión para buscar
el rayo verde y conocer a las mujeres más bellas del mundo, las azafatas. Pero
cada mes que pasaba el grosor de sus culos de vaso iba en aumento. Las gafas le
pesaban tanto que iba con la cabeza inclinada como si estuviera buscando un
botón en el suelo. Una noche, desesperado, rompió a llorar en brazos del alcalde
Silbado, que ese jueves estaba rascándose la cabeza preguntándose cuánta
cantidad de materia gris contendría su cerebro. Javier habló a su padre de
su sueño frustrado, lloró a moco tendido sin ver un moco y cerró la exposición
con una sublime imitación de un gato huérfano. Alberto, testigo incómodo de la
tragedia, se puso muy serio: "Hay una forma de
recuperar la vista. Si de verdad es lo que deseas, mañana iremos al Sepulcro de San Segundo".
Javier, nervioso y asustado, no consiguió dormir. Así que a las seis de la mañana decidió salir a pasear, pero olvidó su bastón de círculos transparentes. Después de recorrer un par de calles negras con farolas amarillas, empezó a oler a pan, mantequilla y chocolate. Como uno de los ratones de Hamelin llegó hasta la Pastelería Giner, donde la dueña, Teresa, amasaba una enorme pasta con las manos. Javier reconocía una forma femenina que le parecía una bailarina desnuda cuyos brazos eran como las ramas de un árbol y, las manos, las hojas temblando cuando hay viento
Javier, nervioso y asustado, no consiguió dormir. Así que a las seis de la mañana decidió salir a pasear, pero olvidó su bastón de círculos transparentes. Después de recorrer un par de calles negras con farolas amarillas, empezó a oler a pan, mantequilla y chocolate. Como uno de los ratones de Hamelin llegó hasta la Pastelería Giner, donde la dueña, Teresa, amasaba una enorme pasta con las manos. Javier reconocía una forma femenina que le parecía una bailarina desnuda cuyos brazos eran como las ramas de un árbol y, las manos, las hojas temblando cuando hay viento
-¿Tiene
bombas de nata?, preguntó el joven visitante.
Teresa
pegó un salto y dejó caer la enorme masa que formó un platillo gigante en el
suelo. Sabía quien era Javier, pero sin gafas y con tan poca luz, no lo había
reconocido.
Y así
Teresa y Javier hicieron boxeo y malabares con pelotas de harina. El cuerpo de
Teresa olía a naranja y bizcochos y sus piernas, casi siempre tapadas por el
mostrador de las pastas de té, eran las más bonitas de Villafortuna. Ayudaba
por las mañanas en el negocio familiar porque sufría insomnio crónico, le
contó a aquel chico con la mirada perdida, y por eso, aunque tenía sólo cinco
años más que él, sus ojos, arrugados como pasas, parecían los de una anciana.
-Creo
que hay una forma de pararlo, dijo el apuesto imitador de animales,
acariciándole las manos. Mañana, cuando termines aquí, ven al Sepulcro de San
Segundo.
Una
hora después, Javier y su padre caminaban en dirección a ese mismo lugar. El
Alcalde, visiblemente agotado por el décimo coito de la semana, iba recitándole
a su hijo los huesos del pie para romper el hielo. Las puertas de la Iglesia
siempre estaban abiertas porque no había oro que robar. Hacía frío y el altar
proyectaba una sombra con forma de mandíbula en el techo. Bajaron diez
escaleras hasta el sepulcro y una vez allí, el padre se situó frente a la tumba
de San Segundo, se colocó bien la chaqueta, tosió para afinar la voz (tics
nerviosos heredados del cargo público) y y dijo:

Javier
se echó a reír y el eco de las carcajadas resonó en el panteón como una fiesta
de lunáticos. El alcalde Silbado, que no había pronunciado ni mu ni ma, se
acariciaba el muñón de su brazo derecho como si fuera el rey de los chalados.
"No tengo nada que perder", pensó Javier, así que metió su brazo
derecho debajo de la tumba.
Al
día siguiente, Javier empezó a ver mejor. Los colores de los semáforos, los
números de los portales y de los billetes, el cartel del teatro, el reloj de la
estación. De madrugada volvió la Iglesia para encontrarse con Teresa. Allí
estaba, caminando arriba y abajo sin parar, agarrándose las mangas de la
camisa. Los dos repitieron la escena de la noche anterior. A la salida, Javier
empujó a la bella insomne de la chaqueta contra la pared y le dio un beso en
los labios para romper el hielo. Escucharon las campanas de las nueve de la mañana desde la
panadería, desnudos, compartiendo la primera bomba de nata del día.
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Veinte
años después de aquella noche Javier viaja de Río de Janeiro a Nueva York en
un vuelto con 350 pasajeros. Lo ha conseguido, es un piloto de éxito y está rodeado de mujeres bellas. Ahora ve tan bien que lo hace a través
de las personas. Sabe tanto de tantos que se ha vuelto un poco desconfiado.
No ha vuelto a Villafortuna y ya no sabe imitar los sonidos de los
animales, y eso que muchas noches sueña que lo persigue una manada de
elefantes. En la cartera lleva una foto de Teresa, de cuerpo entero.
Ella
consiguió dormir. Tanto, que sus ojos han vuelto a alisarse y brillar. Tanto,
que ha dejado de ir a la panadería para hacer pan y bizcochos de naranjas, su
especialidad. El negocio perdió calidad y clientes hasta que su madre decidió
cerrarlo. Teresa, que durante años se carteó con Javier, que siempre estaba en las nubes, ha decidido lanzarse en la literatura infantil y
le va bastante bien. Duerme todas las noches del tirón.
Lo único que
tienen en común Javier y Teresa es que han perdido el brazo derecho. A él
se lo amputaron en un hospital de Colombia algunos años atrás. Como para
entonces los pilotos podían conducir con una sola mano (y hasta sin las dos),
Javier pudo seguir trabajando. El médico dijo que era inexplicable, inaudito,
cosa de brujería, pero que ese brazo estaba muerto y lo mejor era cortar. Lo
mismo sentenció el médico de Villafortuna y desde entonces Teresa dicta palabras al ordenador. "De todas formas, llevaba años sin hacer pasteles",
se dice.
La
Iglesia de San Segundo ahora cierra sus puertas por las noches, después de que
un grupo de adolescentes intentara robar la tumba del santo que, según habían
oído, hacía realidad cualquier deseo. Y, en cuanto al Alcalde Silbado, ha tirado a la basura el Tratado de Anatomía de Rouvière. Ahora prefiere leer novelas de misterio, preferiblemente suecas. Su mujer y él siguen durmiendo juntos.