30/12/14

Esto no es sólo un resumen del año

El 17 de enero me desperté abrazada a ti en un sofá prestado de Paris. Hacía frío y las capas del croissant se nos iban deshaciendo entre los dedos. Desde el río miramos el reflejo de esa ciudad de hierro y luces blancas y nos sentamos en la iglesia de Saint Sulpice para contarnos secretos entre rezos extraños o, al menos, extranjeros. Más tarde escuchamos a la orquesta filarmónica de Viena desde el segundo piso de un teatro que contuvo el aliento. Esa noche pensé que era feliz, que todo estaba bien. Pero dos días más tarde a mi madre se le paró el corazón. Nunca he tenido tanto miedo. Los hospitales son fábricas de lágrimas y plástico, con sábanas nuevas y heridas viejas. Meses después mi madre ya recorría entero el parque del Retiro, con sus zapatillas modernas y su pequeña arruga entre las cejas, de todos los asaltos que ha ganado. Y ya son unos cuantos. Demasiados.

Se qué en febrero cumplí años pero apenas lo recuerdo. Había un ramo de flores de Valencia, un abrigo verde, una cena en un patio, cojines amontonados sobre un banco de piedra. Y casi 30 velas. Mi hermana y yo volvimos a la casa de siempre, donde huele a patatas al horno y a bizcochos de azúcar moreno. Las tres abrazadas en el sofá más viejo -de eso sí me acuerdo-. Más o menos entonces me cambiaron de sección en el periódico. Me fui cien metros más al sur, al mar revuelto de teletipos y alertas, donde se escriben últimas horas que son penúltimos minutos. Me gustó enseguida y no fue por las meriendas, lo prometo. 

El director se despidió encima de tres tomos de folios, zanjando para siempre el síndrome de la página en blanco. Repasó las portadas antiguas como quien saca polvo a las orlas de la Universidad, reconociéndose(nos) más sabio(s), pero también más frágil(es). Relevaron al gran jefe  y nos regalaron, sin preguntar, un culebrón de los buenos. Un poco como en España, pero en pequeño. Luego, un domingo por la mañana, entró por la puerta el tipo más loco y más valiente de la redacción. Venía de un secuestro de seis meses pero nadie se lo notó. Su hijo, a punto de perderle para siempre, sólo preguntaba: “¿y mañana tienes que trabajar?”


En abril hizo un año que nos conocimos. Quiero decirte más o menos esto: contigo todo tiene más sentido. Nos fuimos a tu antiguo escondite, Mallorca, que ahora es un poco mío. Tu amigo del colegio nos enseñó las puntas de la tierra metiéndose en el mar,  la cartuja donde vivió Chopin, las terrazas de mordiscos de sol y sobrasada. Y en el coche llamaron al teléfono. Era mi hermana, anunciando que se casaba, aunque todavía tiene las manos y la risa de un bebé.

Un mes más tarde inauguramos coche. Y carretera y manta llegamos a Santander, que siempre nos espera. Con amigos de siempre y algunos más recientes  visitamos las postales de la tierruca, acompañando el frío y las montañas con queso y bandejas enormes de pescado. También en mayo hubo elecciones europeas. Nadie pensó en el tipo que dibujó papeletas con su cara -con un par de coletas- Nadie vio venir a Pablo Iglesias. Nadie, tampoco, les ve llegar hasta el Congreso, pero la realidad supera casi siempre las encuestas. En la parte buena: han conseguido que la gente, además de hablar de fútbol, discuta sobre política; crear un partido distinto capaz de competir, quizás superar a los dos grandes; poner de moda las camisas blancas (esto también es un mérito). En el lado malo: lo que se vende como nuevo tiene mucho de robado; defendien que el fin -ser los más votados- justifica los medios- suavizar el discurso y no ser ni de derechas ni de izquierdas. 

En junio abdicó el Rey y dijo que guardaría a España siempre en el corazón, igualito que los 27.000 españoles que han tenido que marcharse este año del país por culpa de la crisis. Durante un par de días, pareció que España era, por fin, republicana. Pero los cánticos se fueron apagando igual que las luces del pasillo del piso de la Guindalera. Mis dos compañeras de sofá se fueron de casa con sus mecedoras y sus muñecas africanas, sus pepinillos en vinagre y sus tocadiscos; se llevaron un espejo de pared, unas zapatillas rosas, botes de crema, tacones mudos, algunas confesiones, ruidos, besos, silencios. No sé cuántas de estas cosas seguirán viviendo con ellas.



De repente era verano y los dos subimos a nuestro coche lleno de botellas vacías, monedas pequeñas y sombreros de paja. Hicimos 1.400 kilómetros en diez días. Vimos los tejados de Oporto desde una buhardilla en la calle de atrás. Conocimos a una familia de gaviotas con vocación caníbal y viajamos en un tranvía sin ventanas dibujando la línea del mar. En la habitación había una figura de un santo en porcelana azul y una cama para querernos en portugués. Se estrellaban aviones y nosotros comíamos pulpo y nos llenábamos los ojos de imágenes nuevas. Aprendimos que somos frioleros y valientes -salvo en las cuestas de Ézaro-, que hay escondites para esquivar peregrinos en Santiago, que existen islas vírgenes, que las mareas ocultan esculturas de piedra, que en Asturias las montañas frenan las nubes, que siempre tenemos algo más que contarnos antes de apagar la luz.

En agosto ya estábamos juntos al final del día y al principio. Nos inventamos rituales y recetas y ordenamos la casa otra vez: el gran bazar, la sala de pensar y de las cuentas, la habitación de las almohadas y los (doscientos) vasos de agua. Fuimos a Salamanca, vimos ‘Begin Again’ y ‘True Detective’, nos bañamos en un río cerca de la Sierra de Gredos, con sombrillas clavadas en las piedras. Mi querida arquitecta se marchó a Pamplona, meses después otra amiga se iría a Frankfurt. Bruselas y París completan el mapa de la ‘movilidad exterior’.

En septiembre dimitió Gallardón y renunció Ana Botella. También se habían despedido Rubalcaba, Cayo Lara y Alfonso Guerra. Ana Mato dimitió después, no por el caso Gürtel, ni el ébola, si no por no hacerle un feo a Rajoy el (único) día que iba a hablar de corrupción en el Congreso. Matas, Fabra y hasta Isabel Pantoja entraron en la cárcel, pero otras formas de folklore -como robar a manos llenas- nos dejaron, de los Pujol a las tarjetas ‘black’, el calendario corrupto muy completo. 


En octubre tocamos con las manos cascadas de piedra en Zaragoza y vimos buitres y águilas volando encima de nuestras cabezas. Empezaste en un trabajo nuevo, fuimos al Auditorio, también a ver a Rosendo. Con tu dominio de las carreteras de circunvalación te hiciste madrileño por derecho. En la fiesta del 25 aniversario del periódico a algunos compañeros les juré mi admiración eterna por subirse a los escenarios a plena luz de los jefes atentos. A otros, que justificaron sus egos con las drogas, les perdí el respeto.

El 9 de noviembre fue la consulta catalana, soberanista, independentista, popular, inconstitucional y un desafío a España (no confundir con la ofensa a España, que es un delito nuevo). Artur Mas calificó de éxito total una votación con urnas de cartón y sin censo y Rajoy ignoró el problema, que no es ERC ni Mas, como él piensa, si no un descontento crónico que sigue sin resolverse porque los políticos, en vez de cambiar el modelo de estado, se echan en cara, por tribunas y teles, el saqueo ajeno. Días después fuimos a Barcelona -ni rastro del guirigay, por cierto- y conociste a mi abuela paterna, chiquitita, mandona, Te dio dos besos y, después de estudiarte, el visto bueno. Ya estaba muy cansada. 

En diciembre asistí a la jura de nacionalidad española de un gran amigo medio cubano medio americano. Es una misa multicultural en la que todos repiten lo que dice el juez para conseguir un papel parecido a la salvación. (Todo depende de con qué se compare). El otoño duró lo que tarda en llegar el invierno, nos cantó Sabina en el concierto bueno después del miedo escénico. Inauguramos la Navidad invitando a cenar a los amigos más fieles. Entre empanadas, tortilla y pacharán, discutimos sobre política y confesamos gustos musicales embarazosos de herencia adolescente.
El 22 de diciembre murió mi abuela. El día anterior había salido a ver el sol más de cerca y había pedido más galletas. Entre sus cosas guardaba el jarrón de Doña Flora, una rica del pueblo a la que tuvo que atender cuando no era más que una niña. También una fotografía de mi abuelo, al que conoció en la verbena de Santoña a principios de los años 40. Ella bailaba mejor. Estaban los libros de poemas de mi padre, unos prismáticos, mi primer artículo, los pendientes de perlas, el reloj que ahora guarda mi hermana, las postales que mandamos los veranos. Nunca hay que dejar de escribir cartas.


El año se tiene que terminar con un deseo. Hace dos años, en el último resumen de 2012, deseé que todo estallara por los aires para empezar algo nuevo. Me equivoqué; quizás sea mejor conseguir que las cosas pequeñas aguanten el paso del tiempo y crezcan. Porque sólo se aprende de las cosas que dejan huella.