29/12/12

2012, Hallelujah


El año empezó con trozos de papel ardiendo en una cazuela y nosotros, los de siempre, brindando encima del calor de los deseos negros. Horas después mi lengua se abrazó a la de un viajero de océanos,  que me sacaba algunos años y más de una cabeza. Volvimos a vernos en las calles de siempre –la noche empedrada que empieza en Pez y acaba en Barco-. Hablamos del pasado sujetando los trozos moribundos del presente, de la música en blanco y negro y la que huele a mar, de los libros que nos hicieron sanar y sangrar, de esa manía de estar a punto de salir corriendo en cada entreacto. 

La primera semana de febrero soplé 26 velas de una tarta líquida sujetándome una sábana (mal)atada al pecho, porque aquella noche era Hipatia, filósofa de las estrellas en Alejandría. En el salón bebían cerveza Leonardo Da Vinci y Rosa Parks - sonrisa blanca sobre fondo pastoso negro-, Jesús Gil picoteaba tortilla a la vera de Marie Curie y hasta Isabel Pantoja se dejó caer, cantando coplas y dientes largos. Aquel día nos disfrazamos de revolucionarios y mafiosos, pero del otro lado del cristal no hay caretas, y los segundos –Camps, Dívar, Díaz Ferrán, Urdangarín, siga la serie-llenan sus guaridas de billetes ante un ejército de testigos cansados de esperar una revolución que nunca llega.

El 29 de marzo hice huelga, aunque algunos días bordo el papel de fantasma. Por la tarde llenamos las calles, desde Colón hasta la puerta de Sol, auténtica parada de los monstruos. Allí van a beber los hombres que venden oro y los que recuerdan que existe Palestina y tantas otras guerras olvidadas. Y los padres divorciados, algún que otro peluche con las cuencas de los ojos vacías, la marea blanca, la marea verde y la marcha negra de los mineros. Y los desahuciados  y los que arrastran bolsas sin escuchar nunca nada, y los despedidos de Telemadrid y El País y los desesperados anónimos, buscando una causa a la que agarrarse entre tanta consecuencia (¿o se dice sentencia?)



Un viernes cualquiera el Consejo de Ministros anunció el mayor ajuste de la historia de la democracia. ¿Cómo no iban a sacar pecho por inaugurar la temporada de estocadas letales? Entonces aprendimos a ver detrás de las palabras. Los reajustes sustituyeron a los recortes y a los despidos y la apertura de línea de crédito al rescate.  Pero este barco se hunde y el capitán, hombros levantados, sólo dice: No quería huir, me caí en una barca.   

En abril compré un billete de avión a Nueva York y toqué, por fin, ese sueño que cantó Sinatra, Allen, Lorca y todos los reyes sin palacios. No se si todo es posible en esa ciudad de escamas amarillas entre rascacielos, pero para mí fue una especie de salvación. Una prueba de que siempre hay un sitio más lejano al que mirar. Una dulce borrachera de imágenes. Un cuadro donde bañarse, de puentes, colores y cine hecho carne. Un regalo.

Mayo no hizo ruido hasta el día 12. Se cumplía un año desde que tomaron tomamos las plazas  y siempre me gustaron las celebraciones a todo megáfono. Aquellos días me desatasqué el cerebro intentando convencer a mis amigos de por qué tenían que salir a la calle, pero las portadas (en especial el showman  Marhuenda) y el poder se sacudieron el bulto. ¿Cuántas veces hay que gritar para que te escuche un sordo?


En junio abandoné temporalmente la sección de Suplementos para cubrir una baja en Internacional. Disfruté mucho y volví a recordar que el periodismo es emocionante y, sobre todo, necesario. Hablé con Khaled, que había sobrevivido a la matanza de Breivik. Me contó-sólo a mi se me ahogaban las preguntas-que había caído encima del cuerpo de 19 años de su hermano muerto. Alguna vez me dejaron escribir sobre otras cosas y me perdí un poco en el exhibicionismo.

Las otras noches de aquellos días de piel desnuda y calor bailé en Aranda del Duero, y me compré algún vestido nuevo. Esquivé hogueras en San Juan con grandes amigos al grito de ¡Señoras! Me perdí entre teletipos y cifras de muertos en la guerra de Siria. Ví delfines cerca del Sardinero, vi a mi abuela cumplir 94 años.  

 

En septiembre me independicé. Monté una mesa, una estantería, y un sofá sin cojines. Me sentí mayor y poderosa. Y más pobre, también. En octubre llegó Blanca con kilos de ropa y sus brazos pequeños siempre abiertos para mí. Ese mismo mes mi madre se jubiló con saltos de alegría y fuimos, las tres, a ver a un poeta llamado Cohen. No olvidaremos aquellas cuatro horas en las que un viejito de casi ochenta años se quitó el sombrero para gritarnos Carpe Diem, ¡Joder! Días después llegó Sandra, con kilos de discos de los Beatles y leche de soja. Desde entonces nuestra casa es el cuartel general de las conspiraciones y los sueños. Entre canónigos y yogures de fresa planeamos cómo aniquilar a los despótas y conquistar a los chicos difíciles (tímidos, guapos y estrellas de rock, en ese orden). Y elaboramos complicadísimas teorías filosóficas a partir de un comentario en Facebook, y compartimos secador, y café en las mañanas más lentas.

La fiesta de inauguración fue en noviembre, mes de la segunda huelga general en un año (y ni por esas bajan a ver qué aspecto tiene el cabreo acumulado de la gente). This land is your land, decía la invitación al nuevo hogar. Había tarta y tortilla y unas quinientas latas de cerveza. Al cabo de los días apareció, por cierto, una braga huérfana. La estudiamos con un poco de asco y mucha minucia, como si fuera la prueba de un crimen pasional. Acabamos tirándola a la basura y nadie ha resuelto el misterio, por ahora. Viajé a París a ver a Ester, una más de los talentos que se escapan de España. Una noche, sentadas en su pequeño piso de paredes vacías, en Republique, comprendí que tardaría muchos años en volver y que nos han obligado a tolerar las injusticias. Pero ella es fuerte y más lista que el hambre y el hilo que nos une, aunque a veces se enrede, nunca se corta. 

Esta nueva vida estuvo a punto de alumbrar una historia de amor que deja huella. Empezó con una confesión en un bar, luego canciones compartidas y besos -me temblaba este hueso, y éste, y también éste, y quería arrastrarte a mi cama- en una cocina casi a la hora del desayuno. Entre cuentos, playas de otoño y cartas desveladas quise quererle, pero él decidió seguir huyendo. No sabe que es capaz de abrir nuevos caminos en desiertos, espero que en su exilio del norte lo descubra. Uno de mis mejores amigos me dijo después algunas frases que se clavan, como que me esforzaba, sufriendo, demasiado, en buscar un amor que me han contado.  Creo que sólo quería protegerme, a mi se me olvida a veces. 

Estos últimos días la indignación se va haciendo marea, de todos los colores, a punto de engullirnos. Volví a Suplementos, a la rutina de las llamadas telefónicas y los recados rocambolescos. Aquello es una cueva en la que apenas hay luz (llámenlo creatividad) habitada por personas excepcionales. Valientes, como la letra u, luchadoras, como mi ex-pelirroja que también quiere largarse a una ciudad con viento, y divertidos, como el chico que imagina duchas de zumo de naranja en vez de agua

Me da vértigo pensar en el año que empieza. Un año es una eternidad con forma de horizonte. Tengo, como siempre, una lista de (des)propósitos que nunca ,  a última hora, cumpliré. Pero si me tengo que quedar con un deseo, si las lámparas todavía abrigan genios, ojalá  todo estalle de una vez por los aires. Tal vez cuando hayamos borrado este olor a idea carcomida podremos construir algo nuevo, algo -más grande que nuestro cuerpo, más pequeño que este país ingobernable- de lo que sentirnos orgullosos. 

21/12/12

Ésto no es el Apocalipsis


Me da igual que se acabe el mundo. Me río de las profecías agoreras de los mayas sorbiéndonos el seso,  porque podemos palmarla cualquier día. Sólo hay una diferencia. Si se acaba el mundo, morimos todos a la vez. Millones de almas, blancas, negras y corruptas, convertidas en ceniza a las once de la mañana. Devorados por enormes perros con mandíbulas de tiburón. Ahogados en un mar contaminado de edulcorante y leche de soja. Sepultados por un dominó de edificios vacíos de hormigón.  Quizás –en mi guión-, quedándonos dormidos en una hilera de camas a lo largo de un horizonte salado, o lanzando contenedores de plástico en llamas contra asesinos sin nombre. Joder, una muerte así sería heroica. Memorable. La muerte dramática con la que todo el mundo sueña, ya lo avisó Nacho Vegas. 

Lo que aterra, lo que de verdad da miedo es morirnos solos. Sin avisar, sin despedirte, sin nadie que te abrace. Absolutamente solos. Y por eso, sólo por eso, cada día debería ser una oportunidad para hacer algo, por pequeño que sea, que merezca la pena. Algo que brille aunque ahí fuera sólo haya señales del maldito Apocalipsis.

Summer Rain. Lukas Kozmus