23/11/11

Un dios salvaje


Toulouse Lautrec fue un pintor francés del siglo XIX que destapó lo que nadie se atrevió: el carmín rojo de la pasión, los bailes después de madrugada, la prostitución que siempre ha estado. Pintaba el movimiento y el color, pintaba rápido, mientras el alcohol consumía su vida y sus huesos, débiles por culpa de la endogamia de sus señores padres. Cuentan que un día, una mujer de alta alcurnia (o al menos con mayordomo), al ver un cuadro del pintor en el que una mujer se ataba el corsé bajo la mirada de un hombre, tuvo a bien desatar su ira contra el artista, preguntándole cómo era capaz de pintar a una prostituta desnúdandose delante de un cliente. Monsieur Lautrec se quitó elegantamente el sombrero y respondió "La suciedad, mi querida señora, sólo está en su cerebro. La mujer no se está desnudando, sino vistiéndose. Y el hombre que la mira no es un cliente, sino su marido".

Últimamente la pose y todo el rollo superficial son de lo más in. Lo comentaba hoy mismo el gran Manuel Jabois. Constantemente asistimos a un espectáculo de chorradas rimbombantes que dan ganas de vomitar los restos del cocido. Por ejemplo, en la Calle Genóva, el jefe de todo esto (que, ojito, anunció que colocará a la moribunda Eshpaña al frente de eshte ejército europeo de casi vagabundos) regalaba a sus fieles un beso-instante más planeado que la distribución de invitados en la cena de Nochebuena. El público, entregado, agitaba banderas que prometían un cambio sin entender que cambio significa acción y aquí vamos servidos de drama, pero de acción... Mientras, en un plató de televisión cualquiera, los tertulianos de cartón piedra escupían análisis baratos y desempolvaban los discursos precocinados. Las periodistas ejecutaban el guión encima de unos zapatos que bien podrían ser catalogados como instrumentos de tortura. Pero, pardiez, nadie se llevaba las manos a la cabeza.

Esto de la pose no viene de ahora, comprenden ustedes. Llevamos años practicando. Hemos adiestrado nuestra voz al responder al teléfono. Hemos ensayado la sonrisa perfecta para cada ocasión. Hemos inventado el papel brillante de envolver para no tener que hablar. Admiramos el valor de los que juegan con la muerte en África no por solidaridad, sino para subrayar que estamos en el lado occidental, altar de las libertades, y que nadie conseguirá movernos de aquí.  Hablamos de sexo sin sonrojarnos pero nos violenta darle un beso a nuestra propia madre. Queremos más para demostrar que no somos menos.

La buena noticia es que, de vez en cuando, aparece un señor con bisturí, abre en canal toda esta montaña de falsa moral y nos presenta la realidad tan ridícula, visceral e hipócrita como es. Estoy hablando de Un dios salvaje. Supongo que serán ustedes de los que rían a carcajada limpia en la oscuridad del cine. Si no es así, preocúpense.


10/11/11

De lobos y héroes

Estás en el punto más alto de una esas atracciones de feria desvencijadas por el tiempo y los chirridos. Tienes vértigo y sientes latir la adrenalina en el electrocardiograma verde de tus sueños. Estás arriba y quieta. Como un fotograma, con las alas amarradas al cuerpo, anestesiada por las descargas, cincuenta y cuatro metros y pico en sentido vertical desde el suelo. 

Veinte años antes, cuando te tapabas la cara con la manta, para no desafiar a las sombras con forma de leñadores que se comían niñas vestidas de rojo, en este mismo lugar, gritaste: "¡Eh, mira, mírame, sin manos!" y creíste que eras única, poderosa, libre, a pesar del metal que apretaba tus piernas.

Pero ahora estás congelada, el frío te lima la primera piel del cuello. Eres un cadáver en un museo de cera. 

Y aquí, en este columpio con letras de hierro, cincuenta y cuatro metros más cerca del cielo (escarcha, casi tiniebla), observas. Porque casi siempre es más inteligente que hablar.

¿Por qué estudiar el baile de la elipse que dibuja la Tierra, si un día dormiremos en el barro negro donde también van a morir los insectos? ¿Por qué este empeño en conseguir un premio, si nunca disfrutamos el camino donde escupimos el aliento?

Aunque cada domingo te hundas en el celuloide de la eternidad, las butacas acabarán rompiéndose. Y aunque te dejes cautivar por el papel donde bailan las letras, mañana olvidarás el capítulo nueve. Y si cierras los ojos imaginando la piel desnuda mientras suena la música, cuando despiertes la garganta del dolor se habrá tragado la orquesta entera.

Pero desde aquí arriba parece que los lobos sólo pueden aullar. Porque no hace falta creer en los héroes para ser un valiente.