25/10/11

Carta y deseos

Prepara café caliente la primera mañana. Conduce más rápido. Prómeteme un viaje y un beso más después del último. Interrúmpeme con caricias y hazme cosquillas en los pies y detrás de las orejas. Dime que te gusta el olor antes de la lluvia y el de los libros que acaban de abrirse. Mira el cielo durante esos diez minutos en los que el día se vuelve noche; rojo en junio, morado en octubre. Háblame del tacto de las piedras que escalas, de las fotografías que has imaginado, del ruido en la callé Alcalá teñida de rabia, y del silencio, porque la muerte es silencio. Abrázame cuando tenga tanto miedo del tiempo que no pueda pedirte un abrazo.



Hazme el amor como si nunca fueras a querer a nadie más. Recuerda la arruga entre mis cejas y mi obsesión con guardar el calor entre las mantas. Llévame la contraria, llévame de la mano, llévame al mar al menos una vez cada año. Grita si me escapo, grita conmigo cuando me arranques el sentido.


Oblígame a ver películas francesas, italianas si no son muy dramáticas, cuentos de invierno, historias de espadachines y de tipos duros que mueren cabalgando. Enséñame quiénes son Les Luthiers, Serge Latouche, Banksy, Beirut, Chaouen, Bergman, Eliades Ochoa. Enséñame a jugar al mus y al ajedrez, a boxear, a bailar el tango de los torpes, a recordar cómo se conduce una bici y como se hacen siluetas con el sol. Enseñáme cómo suena tu risa, cómo se alargan las noches de agosto y dame de una vez la receta de esas magdalenas. Enséñame cabañas diminutas cerca de los aeropuertos, consultas con diván y sin horarios, cuartos blancos con lienzos apilados, camas deshechas, bares sin luz, y calles desiertas donde se alargan las despedidas que, por un momento, no lo fueron.


Y no me olvides.

6/10/11

El día que murieron los libros

Necesitaban papel. Hojas afiladas o medio rotas. Resguardos, papel brillante para envolver regalos y, sobre todo, libros. Lo querían para hacer cartón y envasar miles objetos que debían atravesar el cielo hasta hogares huérfanos de vida muerta. Los jefes de las productoras de tecnología y entretenimiento en diferentes tamaños asimilaron la gravedad del déficit marrón y se decidieron a pedir ayuda al Gobierno.

El presidente les ofreció un café templado en su despacho impregnado de ambi-pur. "Siéntense, por favor", invitó con su mejor sonrisa falsa. Los empresarios fueron al grano: "Necesitamos urgentemente cajas, nuestra producción está parada. Debe exigir usted a los ciudadanos que entreguen sus libros a las autoridades". Mientras se enfriaba el café y un par de moscas caían muertas por la fragancia artificial, continuaron: "Según nuestros cálculos, en cada casa hay una media de 100 libros. Si recaudamos al menos el 80% del total, las reservas de papel aguantarán al menos cinco años más y nuestras cajas podrán seguir su recorrido por el espacio aéreo”, concluyeron.

El dueño de los votos populares bebió de un trago el chupito de whisky que tenía escondido entre las piernas, asintió tres veces y exclamó: "Y además, ¡ya nadie lee!”

Al día siguiente, los telediarios lanzaron la noticia: por culpa de un error de cálculo industrial todo ciudadano debía entregar sus libros a los poderes públicos para satisfacer la demanda de papel. El pueblo iba a dar aliento a la maltrecha economía nacional con un gesto altruista. Tan sólo tenían que sacar los libros a la plaza más cercana y los servicios municipales de limpieza se encargarían de la recogida. Por la noche, la noticia ya había recorrido las pescaderías, las barras sucias de los bares y los ascensores de más de dos personas.

Treinta y dos horas después, Elena salió de su casa para trabajar. Al final de la Calle del Prado se encontró con una gigantesca montaña de libros en mitad de la Plaza de Santa Ana. Tan alta, que Elena apenas distinguió la cabecita de piedra de Calderón de la Barca, como flotando en el aire. Casi al mismo tiempo, la moto de Alejandro giró la calle Mateo Inurria y desembocó en la Plaza de Castilla. Allí, a los pies de un infame obelisco, dormitaban montones y montones de libros. Él también vació su mochila: cayó Tolstoi y cayeron los libros de Lengua, Matemáticas y Conocimiento del Medio. Al suelo se precipitó el Atlas de Geografía y siete historias de Stephen King, con las páginas onduladas por el tiempo.

Alejandro miró a uno y otro lado. La familia Rubio vaciaba bolsas de plástico con rabia. Ángeles Mora, con canas y un jersey morado, arrastraba un carro de la compra con puerros y diez ejemplares de la Biblia. Laura y Lucas, enamorados desde el pasado otoño, abrían con cuidado una maleta rígida de color verde y uno por uno, depositaban sobre el montón guiones sin director y cuatro antiguas Páginas Amarillas. En un par de horas, la montaña casí duplicó su tamaño. Alejandro hizo una foto, arrancó de nuevo el motor y siguió su camino. La escena se repitió en la Plaça de Catalunya en Barcelona, donde las recetas de cocina de Simone Ortega abrazaban apasionadamente a la Real Academia de la Lengua, mientras las aventuras de Matilda agonizaban bajo el peso del Señor de los Anillos. Y en la Plaza de América de Sevilla, y hasta en la la Plaza Mayor de Salamanca. 

Darwin Shoes/Norma Desmond/Flickr.cc
Miles de montañas de libros crecieron ese día sobre la tierra de las ciudades, mientras en un despacho cualquiera, algunos señores con corbata gemían de placer imaginando suculentas toneladas de cajas de cartón.

Pero los ejércitos de limpiadores vestidos de verde empezaban a acercarse a las Plazas tomadas por los libros. Y, poco a poco, empezaron a guardar uno por uno los libros en enormes bolsas de basura negras. Pero en la Plaza de la Paja en Madrid, José Angel Ruiz, de 70 años, trepó como pudo hasta la cumbre de la montaña, se sentó sobre José Hierro, cogió el libro más cercano y empezó a leer :

La gente salió de sus casas y aspiró el aire cálido y picante, y procuró resguardarse de él. Y los niños salieron de sus casas, pero no corrieron ni gritaron como lo habrían hecho después de una lluvia. Los hombres se erguían junto a las cercas de sus campos y miraban el trigo destruido que se iba secando rápidamente, y del que apenas se veía algo verde a través de la película de polvo. Los hombres permanecían silenciosos y casi no se movían. Y las mujeres salieron de sus casas para ir junto a sus hombres..., para saber si se consideraban vencidos. Las mujeres estudiaron secretamente el rostro de sus hombres, pues el trigo bien podía perderse en tanto quedara algo de esperanza. (...) Después de un instante, los rostros de los hombres perdieron su expresión de incrédulo desconcierto y se torcieron en un rictus de amargura, ira y resistencia. Entonces las mujeres comprendieron que estaban a salvo y que el desastre no los había vencido.

Cuando iba a pasar página, José Angel se detuvo y miró. Abajo, alrededor de la montaña, niños, mujeres y hombres miraban absortos, sentados, pendientes de la historia de aquellos que miraban el polvo allí, lejos.

Entonces, en medio de esta dramática pausa, el hermano de José, que estaba entre el público, fue corriendo en tres patadas hasta la plaza más cercana, subió hasta el punto más alto de aquel andamio de tapas duras e hizo exactamente lo mismo.

Así, en apenas unos minutos cada una de estas montañas empezó a contar historias. Y cada vez que se  acababa un capítulo, alguno de los curiosos que escuchaba atentamente se acercaba hasta una de estas dunas de letras y cogía uno, dos o tres libros. Algunos los abrazaban, otros los volvían a guardar en sus bolsos, y otros incluso rebuscaban, dudosos, la portada más llamativa ente aquel museo de tipografías. Y cuando José Angel termino de leer Las Uvas de la Ira, ya caída la noche, miró de frente y vió que ya no estaba a cinco metros de altura sino que tocaba el suelo y leía en voz alta para él, sólo para él.